lunes, 2 de noviembre de 2009

INSPIRACION


Ella sale de casa con el bolso vacío. Apenas unas llaves, una hoja de papel, dos o tres sonrisas y una caja con lágrimas. Recorre la ciudad escudriñando los hospitales, las casas en ruinas, las esquinas donde las agujas buscan venas azules y papagayos muertos. Su botín es la ira y la desesperanza, se alimenta del frío y del olor a pena. Se esconde en los ojos de los amantes ciegos, en las bocas de las madres que vuelven una y otra vez a las puertas de los colegios vacíos, en los parques donde los toboganes se han manchado de sangre. Ella sale de casa con el bolso vacío, pero cuando regresa a su guarida húmeda, transporta una mochila oscura con olor a miseria. Se acurruca debajo de la escalera y con la paciencia de una larva hambrienta, va hilvanando palabras en relatos sin titulo, poemas escuálidos que hay que leer a la luz de los espejos rotos. Ella sale de casa con el bolso vacío.

jueves, 29 de octubre de 2009

EL ANGEL DE LA BICICLETA

http://www.youtube.com/watch?v=facKCZhz7eE


Ocurrió en diciembre, en los días del hambre, cuando los poderosos habían despedazado el país y lo habían ido vendiendo trocito a trocito, cuando el dinero de los que tenían algo se convirtió en papel del monopoly y finalmente desapareció secuestrado por los bancos, cuando los que no tenían nada siguieron sin tener nada y después tuvieron algo menos que nada.
En esos tiempos, en una tierra que había sido la despensa del continente, era difícil conseguir tres comidas diarias y la gente empezó a alimentarse de su imaginación.
Se volvió al trueque; se organizaban mercadillos en los que se cambiaban dos madejas de lana verde por un pastel de calabaza, una pastilla de jabón de olor por media lata de carne en conserva o un paquete de café por dos tarros de mermelada casera. Delante de los bancos se organizaban determinados días de la semana, interminables colas para sacar un poco de dinero con el que pagar el recibo de la luz y evitar que la compañía cortase el suministro.
En los barrios más pobres, se organizaron comedores colectivos en los que se intentaba garantizar que, al menos los niños, tuvieran una comida digna al día. Todo el mundo llevaba su olla con lo que había podido encontrar y el guiso se compartía. Y cuando la buena voluntad no alcanzaba, se empezaron a asaltar supermercados. Como única respuesta, la autoridad decretó el estado de sitio. Se suspendieron, otra vez, todos los derechos y garantías constitucionales, la libertad de expresión y la de reunión. El horror y el espanto del fantasma de la dictadura volvió a aparecerse por calles y plazas. Pero esta vez la gente no acató y poco a poco comenzó a oírse por ciudades y pueblos un rumor que fue creciendo hasta convertirse en estruendo. Cientos, miles de cacerolas eran golpeadas desde balcones, desde ventanas, desde portales. Y después, salieron a la calle para decir que ya no tenían miedo, que ya no iban a poder con ellos, que no obedecerían ninguna orden que viniera de un poder político al que ya no se le reconocía ninguna autoridad. “Que se vayan todos”, gritaba la gente y en ese “todos” estaban englobados senadores, diputados, funcionarios, jueces y hasta el mismo presidente.
Ocurrió en diciembre. La mañana del 18. Claudio trabajaba en un comedor escolar y recorría uno de esos barrios de casas de chapa montado en su bicicleta, intentando conseguir unos huevos o un trozo de carne con los que ayudar a inventar la comida del día. También organizaba talleres y actividades con los muchachos, abocados, como sus padres, al paro y a la ignorancia. En su barrio también se saquearon dos supermercados en los que apenas ya quedaba nada y el ejército, por orden gubernamental, salió a la calle. Tomaron la plaza donde estaba su escuela y empezaron a disparar. Él se subió al tejado gritando “Bajen las armas, que aquí solo hay niños comiendo”. Una bala del comando 2270 le atravesó la traquea.
Después de su muerte las paredes del barrio, de la ciudad entera se llenaron de bicicletas aladas y de inscripciones “Claudio vive”. “Bajen las armas, que aquí solo hay pibes comiendo”

viernes, 23 de octubre de 2009

miércoles, 14 de octubre de 2009

LA GALERIA DEL MALECON


SABIDURIA CALLEJERA


SERPIENTES DE ARENA

Volvió de uno de sus viajes contando que en lo más profundo del Desierto del Sahara, en un lugar donde el oasis más cercano está a más de una semana a lomos de camello, habitan unos seres bajo la arena, que solo salen a la superficie cuando el sol se pone y la temperatura baja de cero grados.
Estos seres, de cuerpo transparente, cuya forma recuerda vagamente la de las serpientes, pueden llegar a medir hasta cuatro metros de longitud y poseen una especie de largos brazos acabados en palas, con las que excavan galerías en la ardiente arena que hay bajo las dunas. Sus ojos sin pupila se protegen con un párpado fino y transparente que siempre llevan bajado, lo que les permite ver sin que los diminutos cristales multicolores les rayen la mirada.
Algo parecido a unas escamas, violetas y duras, cubren la mitad anterior de su cuerpo. Aunque el viajero pensó que servían para proteger su hermosa piel traslúcida, después de varios encuentros con ellos, descubrió que en realidad cada una de esas escamas es un sofisticado aparato auditivo, que les permite oír el más leve murmullo a muchos metros de profundidad y a varios kilómetros de distancia. Esto es muy importante, pues estos seres, cuyo nombre el viajero no supo decirme, se alimentan exclusivamente de las canciones e historias que nacen alrededor de las hogueras, cuando las caravanas se detienen para descasar en sus largas travesías hasta Tombuctú.
Aunque su aspecto es inquietante e incluso algo repulsivo, tienen un carácter dulce y cariñoso, y no es extraño verlos, ahítos de historias, acurrucados y azules entre los pliegues de las túnicas de los tuaregs dormidos o sobre las cuerdas que tensan las jaimas.
Antes del amanecer, vuelven a zambullirse bajo la arena, pues el ardiente sol del desierto puede matarles, por lo que el viajero, que aseguraba que eran totalmente reales y que él los había visto en multitud de ocasiones, cuando los ministros del sultán le amenazaron de muerte si no les traía un ejemplar de su siguiente viaje, tuvo que admitir, que quizá los había soñado.

EL HORMIGUERO




Llevaban meses haciéndole pruebas: oftalmólogos, neurólogos, alergólogos, hasta un equipo de psiquiatría. Finalmente, ganaron la partida los neurocirujanos y concluyeron que esos hormigueros laboriosos que veía sobre cada uno de los objetos que enfocaban sus ojos, como un dibujo hecho en acetato y colocado sobre una imagen, eran parte de la sintomatología típica de una malformación en su conducto medular.
Había que intervenir. La operación era muy sencilla, le dijeron. No duraría más de siete horas. Tan solo había que abrir a la altura de la nuca y despejando músculos, tejidos y venas, llegar a las vértebras, que como estorbaban un poco, serían limpiamente seccionadas hasta acceder al conducto medular. Una vez en él, se ensanchaba con los instrumentos adecuados, hasta que dejaba de presionar el bulbo raquídeo.
No se asustó, confiaba en los médicos, pero sobre todo sabía que no podría seguir conservando la cordura si seguía conviviendo mucho más tiempo con obreras laboriosas, con hormigas soldados de feroces mandíbulas, con las celdillas de las larvas aumentando de tamaño día a día. Y lo peor de todo, en un par de semanas, se produciría la eclosión de las que podrían llegar a convertirse en reinas...

lunes, 21 de septiembre de 2009

LISBOA




Acabo de volver de Lisboa, la blanca, la empinada, la de las fachadas de azulejos preciosos, la de la gente amable, la de música de todo tipo, la nostálgica, la generosa, la de los poetas y pintores, la de las plazas de vegetación exuberante y callejones con olor a orines, la portuaria, la marinera, la snob, la africana, la modernista, la antigua. En un atardecer desde un mirador del Barrio Alto he aprendido el significado de la palabra "saudade" y callejeando por La Alfama he creido oir cantar como se cantaba hace años en el Albaycin. Estoy agotada y llena. Tengo la casa patas arriba, el pelo estropajoso y la nevera vacia. El frio ha llegado a mi ciudd dormida.




¡Bienvenido otoño!

martes, 21 de julio de 2009

LA CASA DEL CABRERO




LOS HUERTOS, 3.LA CASA DEL CABRERO


No quisieron venir. Cuando dijimos después de comer que nos íbamos hasta el río dando un paseo, ellas no vinieron. Almu estaba agotada. Dormida sobre una manta en el suelo del patio. Yo pensé, como no tenga cuidado cogerá frío y luego le va a doler la tripa, pero nadie me hizo caso. Le eché una manta. Christine prefirió también quedarse leyendo, acomodada sobre una tumbona. La verdad es que yo al principio no le di importancia. Creo que ninguno se la dimos. Se quedaban las dos juntas, y la casa y el patio estaban aparentemente tranquilos. Aparentemente.
El resto salimos, tan contentos, en dirección al río. Hicimos fotos, escuchamos el canto de la oropéndola, tropezamos en las piedras de la vía abandonada, nos perdimos entre los pasillos que hacen los chopos y antes de que transcurrieran dos horas ya estábamos de vuelta. ¡Hola, chicas!¿Dónde estáis?. En el patio no había nadie. La manta donde Almudena se había quedado dormida seguía tendida en la hierba, caliente aún el hueco de su cuerpo. La tumbona de Christine, en el sitio exacto donde la dejamos. Apoyados en el tronco de un ciruelo, dos bolsos que supusimos suyos. “Se habrán subido a los sofás de arriba, aquí hace ya un poco de fresco”, pero arriba no estaban, ni en el baño, ni en el dormitorio, ni siquiera en el cuartito que está pegado al garaje, ese que está siempre lleno de avispas muertas y tiene una luz tan bonita. “Habrán salido ellas también a dar un paseo, si queréis las llamamos al móvil”. Del pie del ciruelo salió una musiquilla de lata. Era el teléfono de Christine. Cuando llamamos al de Almudena una voz, también de lata nos indicó que “el teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura”. Empecé a inquietarme. La idea de que se hubieran ido las dos solas a dar un paseo, sin avisarnos, sin dejar una nota siquiera, no me parecía muy creíble. Sabía que a Christine no le gustaba demasiado el campo y aunque Almudena era impredecible, la había visto tan exhausta que hubiera jurado que no había salido de casa por voluntad propia. Me acordé del cabrero. No dije nada.Volvimos a sentarnos todos alrededor de la mesa del patio donde habíamos comido. Estaba empezando a anochecer. En el piso de arriba, comenzaron los crujidos. Vigas que se asientan, tejas que se mueven cuando los pájaros vuelven al nido construido bajo ellas, canalones que suenan bajo una corriente de agua inexistente. Todos hacíamos como que no oíamos nada, y cuando los ruidos eran tan evidente que no podíamos obviarlos, aparentábamos que no eran más que eso, vigas que se asientan y tejas que se mueven por los pájaros. Cada poco alguno de nosotros decía: “Voy a salir un momento a la esquina de la calle, a ver si las veo”, pero nadie se movía. De fuera, de la chopera cercana, comenzó a subir un olor a lodo y a carbonera. También un ruido de vendaval que nos hizo imaginar a los árboles doblándose desde sus cuatro metros hasta el suelo, agitando enloquecidos sus hojas. Dentro del patio, no se agitó ni una brizna de hierba. Todo permaneció inmóvil como nosotros. Y Almudena y Christine no estaban.

martes, 19 de mayo de 2009

FRAGILIDAD


"En un mundo descomunal

siento mi fragilidad"


Lucha de Gigantes. (Antonio Vega)


El equilibrio era difícil, pendía de cosas tan livianas como la cabeza de la cerilla que se rompe encendida cuando queremos prender el gas para hacernos el café; de una sombra que se nos cuela en el último sueño, cuando ya el canto del mirlo nos hace presentir el día. Bastaba un escalofrío al entrar en la ducha para que el mundo se le cayera encima y tenía que hacer acopio de todas sus fuerzas y ponerse a buscar en algún sitio, una razón que le impidiera coserse los ojos y el corazón con cuchillas de afeitar. Pero no siempre era el abismo y el miedo. A veces el mundo era un inmenso regalo creado exclusivamente para ella, y entonces se creía capaz de todo. No necesitaba dormir ni comer. Los días se le volvían escasos para sentir, percibir, soñar y el final entraba en un espacio de delirio y ansia insatisfecha que la dejaba tirada, como un trapo sucio en mitad de la noche. Si, el equilibrio era difícil.
Esa madrugada heló, aunque era casi mayo heló y el rumor de motor viejo que hacía la ciudad al despertarse la sorprendió en un rincón del parque, con la espalda pegada a un castaño de indias y los ojos como platos, enrojecidos de frío y de mirar las sombras. Llevaba días ¿cuantos? deambulando por calles, parques, estaciones de metro, cementerios, bares. Hablando con todos, llorando con todos, abrazándose a todos. Pero ya no más. Ahora quería estar sola. Sola y quieta. Sola y callada. Tenía frío. De repente se dio cuenta de que tenía mucho frío y quiso levantarse, pero las piernas no le hicieron caso, entumecidas de escarcha e inmovilidad. Tuvo un momento de pánico. Pensó: ya nunca más podré caminar. Se chupó un dedo y dibujó con él una cruz en cada una de las piernas Un gesto absurdo aprendido de su abuela. Enseguida un doloroso hormigueo. La sangre volviendo a correr, tumultuosa, por sus venas. Salió del parque. Estaba amaneciendo. Tenía ganas de volver a casa. En la rama de un espino, el rocío le ponía brillos a una tela de araña. Lo tocó con la punta de sus dedos. Se deshizo. Si, el equilibrio era difícil.

martes, 14 de abril de 2009

LA FLOR DE LA CANELA

Eran tres y entraron corriendo al vagón. Miraron a uno y otro lado para cerciorarse de que no había ningún vigilante e inmediatamente se pusieron a tocar. Guitarra, bombo y quena. Aunque no era una hora punta, el metro iba bastante lleno y los absurdos sombreros de mariachi que llevaban eran algo más que un estorbo. Entre San Bernardo y Noviciado se paseaba “La Flor de la canela” ante la más absoluta indiferencia de los viajeros que a juzgar por la impasibilidad de sus caras, se habían quedado repentinamente sordos. Seguramente hubo un error de cálculo, porque cuando aún estábamos con los jazmines en el pelo, el tren se detuvo y los tres se bajaron tan atropelladamente como habían subido, sin tener tiempo para las rosas en la cara ni para pasar uno de los sombreros ante tan apática concurrencia. Seguramente se evitaron una decepción. En la calle era noviembre y llovía

miércoles, 25 de marzo de 2009


SERVICIO PUBLICO

Llueve, después de meses sin caer una sola gota de agua, esta tarde la ciudad se ha anegado en un llanto espeso y plomizo. Te inquieta, sabes que eso lo hará todo más difícil. Son las siete y cuarto. Pides un taxi por teléfono, pero la operadora no te asegura que llegue antes de quince minutos. No puedes esperar tanto. Coges la maleta y bajas apresuradamente a la calle, esperando encontrar alguno libre. El tráfico, como ocurre siempre en los días de lluvia, es un caos de luces semiparadas. A pocos metros de ti hay un anciano con aspecto distinguido que parece buscar lo mismo que tú. En la esquina se detiene un taxi ocupado y casi sin dar tiempo a que se baje la pareja que va dentro, te cuelas percatándote de que has olvidado el paraguas en casa. No te importa, como tampoco te importan los gestos airados que te dirige el anciano, que al parecer no era tan distinguido. Ahora lo único importante es llegar a tiempo para coger ese tren.
Saludas al taxista y le pides que te lleve a la Estación Central de Ferrocarril. Intente apresurarse, le dices, tienes que coger un tren a las ocho. El individuo se vuelve y te obsequia con una sonrisa sucia. Si tanta prisa tiene, tomaremos un atajo, señora. Ya ha visto como está el tráfico por aquí. Instintivamente desconfías, pero intentas tranquilizarte diciéndote, que ese hombre solo quiere que llegues a tiempo.
El coche gira en cuanto puede hacia la izquierda y abandona las avenidas principales, que a esa hora ya se han convertido en un estruendo de cláxones y faros detenidos. Pasa por estrechas callejuelas donde parece que alguien se ha entretenido en volcar todos los contenedores de basura. Tu reloj marca las ocho menos veinticinco y no tienes ni idea de donde estás. Ahora llueve con tanta fuerza que es difícil ver a más de un metro. Al final de una avenida oscura y desierta, una grúa impide el paso. De los labios del taxista brota una cascada de maldiciones y en una brusca maniobra da marcha atrás y gira. Tu voz está llena de angustia cuando le preguntas ¿dónde estamos? ¿Está aún muy lejos la estación?. Ya son las ocho menos cuarto y a través del retrovisor te parece adivinar una mueca llena de sadismo en la cara del tipo, que no se digna en contestarte. Por tu espalda corre un sudor frío. Al fin dice: lo tienes un poco difícil, princesa. Me parece que hoy no coges tú ese tren. Esa idea te resulta inconcebible. Oyes tu voz como si viniera de lejos diciendo: usted no lo entiende, es un asunto de vida o muerte que yo coja ese tren y te sorprende el tono de dureza y persuasión que estás empleando. Le adulas, le amenazas, le mientes una historia lacrimógena, le ofreces pagarle el doble de lo que marque el taxímetro si consigue que llegues a tiempo. El tipo no contesta pero para el coche en seco. Cuando estás al borde de un ataque de pánico, levantas la vista. En el reloj de la estación, ante ti, las agujas marcan las ocho menos cinco.

ARACNE







Hace mucho que estoy sola, tanto que ni me acuerdo. Mis últimos hijos se fueron hace tiempo. Creo que soy vieja. Mis patas están perdiendo esa consistencia peluda y ágil que me hacía tan rápida y eficaz ante las presas. En un instante trenzaba a su alrededor una soga pegajosa que las inmovilizaba y las dejaba a mi merced. Así, me lanzaba voraz hacia ellas y clavándoles mi mandíbula, succionaba su esencia hasta dejarlas convertidas en un cascarón vacío. No me saciaba. Así era y estaba bien. Ahora estoy cansada, pero aún soy capaz de tejer despacito una trampa de encaje y esperar a que mi comida se pose en ella. Ahora tengo menos hambre y más paciencia. Pero me aburro. Dormito casi todo el tiempo y solo me animo cuando noto en mi tela la vibración de un pequeño ser que agita las alas enredado en ella. Entonces me acerco despacio, lo inspecciono, lo rozo apenas con la punta de mis patas, huelo su miedo. A veces tomo un pequeño bocado, me gusta recordar el sabor de la vida. Pero casi siempre me compadezco, le inyecto una dosis de esta esencia, que lo mata y a la vez lo conserva y lo dejo allí hasta que se apaga.
En este mundo oscuro y húmedo es importante tener comida de reserva.

LA VISIÓN DE LA ISLA

LA VISIÓN DE LA ISLA



Hay mañanas, en las que cuesta creer que ha amanecido. La niebla fabrica un universo espeso que se pega a los muros de piedra de las casas, y viste de fantasmas los cuerpos que se esconden bajo los cuellos de los abrigos. Es entonces cuando la visión de la isla se hace más nítida. Dibujada en el espejo blanco, sus contornos se revelan tan reales y cercanos, que los presurosos oficinistas y los adolescentes con mochila que habitan las aceras, se detienen perplejos y maravillados.
Algunos creen que es el jirón de un sueño que se les ha quedado prendido debajo de los párpados. Otros, que por fin la vida les hace un gesto amable, un “ahora es posible” o un “quizá si te atrevieras...” Los más grises se asustan, se esconden tras las bufandas y aprietan el paso.
A veces, un olor a salitre impregna el aire seco de la ciudad dormida, y es el aroma de la isla, a quinientos kilómetros del mar.

GIGLICO

HALLAZGO

Lo que más le esclandian eran las mañanas rubelosas y fúlidas, cuando la playa estaba juripada solamente por las gaviotas y podía currifarla entera sin encontrarse con nadie. Entonces, le gustaba oscurarse en las gréfulas que dejaba la marea baja, rubirar funcas gomosas y perligas de colores delicados. Imaginaba que era una súbila arcaica, una durisia encargada del culto de un antiguo lurín, protector de trusos y peces. También le gustaba recolectar crubias, pequeñas arbusias y ásperos érgulos de tamaños dispares, que ordenaba turilosa y prudente sobre la grubia húmeda. A veces, se quedaba vorinosa y lasmida, sintiendo el calor del sol y la lemura frunida de la brisa en su piel. Una de esas mañanas, ajurigada y lumbida por el feliz paseo, encontró entre unas rocas el mágico crustilio.

JURAMENTO

Aquella noche él llegó escarduso, ahito de runglios y empapado en arfel barato. Cerró de un blunso y comenzó a rufar por todas las habitaciones, esturándola como un trusco rabioso. Ella, amusarada, se acurruscó bajo las súribas, se hizo la morfa. Le dio igual. Él, descubriéndola, la musó, la desyuzó, la obligó a peridarse y cuando la tuvo así, convertida en apenas un jurinque, comenzó a eslibarle las runfias con una aspereza dulce que la trascoló los segúpetos y la ablandó el reyín. No quería, no podía dejarse trusar de nuevo por sus érsidos blufos, por sus ornes regupios que la escuraban y la velupaban hasta hacerla olvidar quien era. Pero él seguía allí, amurándola despacio, exurvirándola poco a poco, tan ocupado en despertar sus jinfias que a ella le pareció absurdo seguir resistiéndose y se dejó esgrufir hasta el límite de una pendiente rúmbida y trefuda a la vez. Cuando, horas después, la esturifó el blunso de una puerta cerrándose, y sintió la turfez del arfel en sus súribas, volvió a jurarse que mañana cambiaría la cerradura.

viernes, 13 de marzo de 2009

VINCULOS FMILIARES

VINCULOS FAMILIARES

Tenían aproximadamente la misma edad y compartían habitación en la misma Residencia de Ancianos. Las dos eran hijas de militar. Las dos tenían dos hijos. Las dos eran viudas.
El marido de Luisa, un general del ejército que había jugado un papel importante en la dictadura, había muerto asesinado por la banda terrorista a la que pertenecía el hijo de Amelia. Este, estaba en la cárcel cumpliendo condena por haber cometido 25 asesinatos. Eran familia. La hija de Amelia estaba casada con el hijo de Luisa
A la hora de la merienda era frecuente ver como Luisa, con un cuidado infinito, acercaba la cucharilla llena de yogur a la boca temblorosa de Amelia. Cuando conseguía que se lo acabara, la premiaba con caricias y besos en las manos que Amelía agradecía con una sonrisa y una mirada extraviada por el Alzheimer.

COLOR DE VERANO

Color de verano


Azul y apacible fue aquel verano de mis diez años en el que me ahogué. Tan feliz, que ni siquiera los gritos exasperados de mi madre desde la orilla, en las mañanas de playa, consiguieron estropearlo.
Agosto vino cálido y dorado, sin nubes y sin nieblas y yo estiraba el día jugando hasta el anochecer con los niños del pueblo, por los prados cercanos a la casa alquilada por mi familia. Después de cenar me enfrascaba en la lectura de los libros que tapizaban las paredes de la biblioteca. “En una noche oscura, en ansias de amores inflamada, ¡Oh dichosa ventura, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada “. Esos versos me embriagaban... Apacible y feliz fue aquel verano. También azul.
Hacía poco que mi padre me había enseñado a nadar, y el mejor momento de las mañanas en la playa, muy por encima de los helados, los castillos de arena y los chapuzones con mis hermanos, era cuando él, distinguiéndome de todos los demás, me hacía una seña diciéndome: - “Venga Laura, a ver como nadas hoy...”- Y nos adentrábamos juntos en el mar, mirando al horizonte, dejando atrás las salpicaduras de la gente que se bañaba en la orilla y los gritos de mi madre: - “¡Antoniooooo, Laura....No os vayáis tan lejos....Un día os vais a ahogar...!”-
Nos quedábamos solos, con el mar y el cielo para nosotros dos. Cuando dejaba de hacer pié, me atacaban oleadas de miedo, pero miraba a mi padre nadando sonriente a mi lado y de pronto todo estaba bien. Con él siempre estaría a salvo.
Pero una mañana espléndida, quizá (y solo por una vez en mi vida) para darle la razón a mi madre, me ahogué.
Nadaba con mi padre hacía una rocas que había muy cerca de la playa y que para mi eran islas plagadas de aventuras en mitad del océano. El mar ante nosotros era intensamente azul. Me tumbé boca arriba en el agua, sobre mí, el cielo era también azul. De repente, no se que pasó, pero mi padre estaba muy lejos, una fuerza que provenía del fondo, me llevaba mar adentro. No tuve miedo. Me sentía trastornada, extrañamente feliz, más de lo que recordaba haberlo sido nunca. El azul estaba en todas partes, rodeándome, envolviéndome, disolviéndome en él. Sentía como si un rincón escondido de la piel de mi alma estuviera siendo acariciado hasta la exasperación.
“Salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada”... Creo que perdí el conocimiento y me hundí. Por las aletas de mi nariz y por mi boca entreabierta, entró todo el azul.
Cuando, al cabo de más de una hora y tras los inútiles esfuerzos del socorrista, volví a abrir los ojos, supe que todo estaba bien. Ahí seguía, envolviéndome toda, ese azul apacible.
Desde entonces, aunque a veces lo intento, no consigo oír los gritos de mi madre cuando me adentro en el mar.

DOS ANGELES AZULES

DOS ÁNGELES AZULES

Cuando, en un intento de zafarse de los brazos que le atenazaban los hombros, Ángela tropezó con el caballete, y este cayó al suelo, todo el azul exasperado plasmado en el lienzo, se derramó por la habitación y la tiñó de tristeza.
En el tocadiscos Sarah Vaugam hacía que todo fuera aún más tópico y aún más triste. Dejaron de gritarse, dejaron de odiarse. Se miraron, los brazos desmadejados, el pelo empapado aún de rabia. Una infinita desolación había caído sobre ellos como un manto oscuro y pesado. Lloraron. Al principio cada uno en su rincón, luego, intentando acercarse para lamerse las caras y beber las lágrimas del otro, pero no pudieron. El azul les ahogaba, les estaba asfixiando por dentro.
Nunca habían tenido una pelea tan terrible. Solían discutir por nimiedades, aprovechando cualquier comentario o gesto del otro para dejar salir su malhumor o su cansancio. A menudo olvidaban cuánto se querían.
Pero esa tarde había sido distinto. Abel llevaba casi un mes enfrascado en ese cuadro, buscaba algo que se le escondía. Un pedazo de luz, un color inventado... un azul que contuviera la serenidad y la dicha que le invadía cuando miraba a Ángela dormida. Ángela, su ángel exasperado de uñas pintadas de azul.
A eso de las siete, cuando la luz anunciaba que en un rato se iría tumbando poco a poco hasta esconderse en la noche, sintió frescor en la cara, un leve cosquilleo en las manos y supo que su azul estaba muy cerca. Respiró hondo, puso su disco favorito y volvió a enfrascarse en el cuadro. Apenas diez minutos después, la llave sonó en la cerradura y Ángela entró con una maleta en una mano y un portazo en la otra. Todo había sido un desastre. Volvía de tocar con su grupo. Dos sesiones en un teatro frió y medio vacío y público más inclinado al pasodoble que a esa especie de jazz sofisticado que ellos hacían.
Siempre que tocaba, lo hacía para Abel, aunque él casi nunca estuviera presente. Abel, su ángel vagabundo con la mirada desnuda del artista y del loco.
Para colmo, la furgoneta se había roto a doscientos kilómetros de casa y su preciosa batería iba a pasar la noche en un taller grasiento. Este pensamiento le desasosegaba más allá de lo razonable.
Al entrar en casa sintió como un bofetón el olor de aguarrás que impregnaba toda la estancia. Vio los cacharros sucios amontonados en el fregadero, los ceniceros volcados, la nevera completamente vacía.
Abel ni siquiera se volvió, buceaba tras un azul calmado y apacible. Ángela estalló. Su voz se fue crispando cada vez más y tras ella, el color que salía de los pinceles de Abel se iba tornando áspero y rabioso. El no lo podía controlar, luchaba aún por conservar ese tono que casi había rozado, pero que inevitablemente se escapaba... y de pronto, la exasperación de Ángela, unida a la que comenzaba a subir por su propia garganta, tiñó toda la parte superior del lienzo.
Como un loco, se volvió hacia ella y sujetándola con fuerza, le dijo cosas terribles que no sentía. Se convirtió en un monstruo: ciego a su cara de terror, sordo a sus protestas de - “¡Suéltame, me haces mucho daño!” -, mudo a todo lo que no fueran insultos y amenazas.
Cuando, en un intento de zafarse de los brazos de Abel que le atenazaban los hombros, Ángela tropezó con el caballete y los tres cayeron al suelo, sintió subir la marea y se ahogó en el azul.
Al día siguiente, cuando el hermano de Ángela pasó a recogerla para llevarla hasta el taller donde estaba la furgoneta, y harto de llamar a la puerta, abrió con su llave, se encontró tendidos en el suelo, con dos ángeles azules abrazados.

martes, 10 de marzo de 2009

BARCO DE PIEDRA

Vivo en una ciudad sin mar, y cuando la nostalgia del salitre me vence, suelo acercarme a la ribera del río, y allí, apoyada en el pretil de piedra de un viejo puente, me sitúo justo encima del tajamar, adelanto la pierna derecha, hago fuerza con los brazos y miro fijamente la punta de esa quilla sobresaliente que rompe el agua. Al cabo de unos instantes, estoy en un barco surcando el océano. A veces, sobre todo en algunas tardes de primavera, el aire me trae un olor algas y a brea, que completa el hechizo.

viernes, 27 de febrero de 2009

UN INFORME FALLIDO (PARA MIRCEA, CRISPULO Y JAROSLAW)

UN INFORME FALLIDO


Cuando me encargaron ocuparme de él, enseguida supe que no iba a resultarme fácil. No porque me costara introducirme en ese grupúsculo de escritores descarriados, amantes de las historias con final triste y de los bares de madrugada que solía frecuentar. Tengo que decir que casi enseguida me aceptaron y que nunca han dado muestras de sospechar nada.
No, la dificultad no estaba ahí, sino en la propia personalidad de mi “pupilo”, llamémosle así, que era escurridiza y camaleónica.
Aparentemente era un chico sencillo y agradable. Un buen muchacho. Su voz suave, sus ojos claros, sus modales delicados. Ese mechón de pelo liso que le caía sobre la frente y le daba un aire aniñado y soñador.
Para contrarrestar, escribía historias de adolescentes macarras, de descerebrados bacaladeros obsesionados por las pastis y los coñitos monos. En el fondo el viejo mito: sexo, drogas y rok and roll. Y como casi siempre, funcionaba. Ese personaje vil y un poco estereotipado, lejos de producirnos rechazo, nos movía a la ternura. Cuándo acababa de leernos sus relatos, dejaba flotando deliberadamente el eterno interrogante que aureola a muchos escritores ¿cuánto había de autobiográfico en lo que acabábamos de oír?
A veces nos hablaba de su familia. Decía ser hijo de un antiguo dirigente del P.O.U.P. (Partido Obrero Unificado Polaco), gran amante del vodka y muy próximo al Presidente Jaruzelsky, que aprovechando una visita del Papa Juan Pablo II a su tierra natal, se vino a España disfrazado de diácono a finales de los años ochenta. Esa salida resultó providencial (nunca mejor dicho) pues pocos meses después de lograr reunirse en Madrid con su mujer y sus hijos, se destapó un escándalo económico que salpicó a casi todos los dirigentes del Partido y propició la celebración de las elecciones de 1989 en las que el Sindicato Solidaridad se hizo con la mayor parte de los escaños del Senado.
J. (así llamaremos a nuestro hombre a partir de ahora) decía odiar por igual a los comunistas y a Lech Walesa y sus secuaces.
Cuando salía este tema, los ojos se le ponían vidriosos, agarraba la botella de vodka y se lanzaba a blasfemar en polaco, hasta que conseguía que alguna de las chicas se le sentara en las rodillas, cobijara su cabeza entre sus pechos y le dijera despacito que todo iría bien, mientras le acariciaba el pelo.
Mi amigo Zwigniew, un antiguo compañero con gran experiencia y especialista en lenguas eslavas, presenció una tarde una de estas escenitas y luego me hizo observar que el nivel de la botella de vodka no había disminuido ni una gota y que los supuestos juramentos en polaco no eran más que la alineación del Sigman de Cracovia, un equipo de segunda que jugaba en la liga polaca.
Algunos de los que lean esto me tacharán de ingenua, pensando que los de nuestra profesión deberíamos saberlo todo acerca de las personas de las que estamos encargadas. Nada más lejos de la realidad. Los de arriba se limitan a encargarnos el caso, a darnos una somera información de archivo, que no siempre está actualizada y a ponernos en su camino, eso es todo. La manera de acercarnos a ellos, de irles conociendo e incluso de saber exactamente hasta donde tenemos que llegar, es cosa nuestra. Si, es cierto que antes nos hemos pasado una eternidad estudiando historia, idiomas, artes marciales y psicología, pero cada nuevo caso es al principio, casi una página en blanco.
Al poco tiempo de encargarme el suyo, supe que nuestro amigo era, o bien un mentiroso compulsivo, o alguien que tiene una historia que ocultar.
Así pues, hice todo lo posible por ganarme su confianza, cosa que no me resultó muy difícil, pues por entonces mi aspecto era el de una mujer hermosa y él, a pesar de su timidez, era especialmente sensible a determinados encantos. Tiempo después me estuve preguntando si no habría sido más oportuno presentarme bajo la apariencia de un colega, alguien más parecido a alguno de esos chicos de barrio de los que él hablaba en sus cuentos, pero ni siquiera nosotros tenemos la facultad de ensayar la vida antes de vivirla, y nos toca, como a todos, hacer nuestra representación sin ensayo general siquiera.
He dicho que entré en ese circulo de escritores bajo la apariencia de una mujer hermosa, algo mayor que la mayoría de las jovencitas que solían frecuentarlo y con una aureola de alguien que ha vivido mucho y que lo comprende todo. Me interesaba ese juego, pues yo no aspiraba en convertirme en su amante (sé de sobra lo poco que suelen conocer los hombres a las mujeres de las que se enamoran, y lo poco que se dejan conocer por ellas). Mas bien lo que yo quería era ser su amiga íntima, su confidente. Ese alguien con quien tenemos tanta confianza que podemos mostrarnos sin ningún tipo de reservas ni tapujos. Para mi misión, era imprescindible conocerle a fondo, si no, muy difícilmente podría llevarla a cabo con éxito. Ya había metido la pata en otro caso bastante delicado y ahora era fundamental que todo saliera bien. Se rumoreaba que J. era uno de los favoritos del Gran Jefe.
Pese a ser un escritor en ciernes, solía jactarse de que no le gustaba leer, solo comics y libros finitos, decía. Pero luego, inmerso en la conversación se le escapaba (o lo dejaba caer deliberadamente) que estaba leyendo una gran novela épica de mil y pico páginas y que conocía a la perfección, no solo a los clásicos sino todo lo que había sido vanguardia desde el siglo diecinueve hasta ayer mismo.
Los miércoles, después de nuestras reuniones literarias, solíamos comenzar una peregrinación que empezaba a las diez y cuarto en el bar de la esquina, donde tomábamos cerveza y pinchos de jamón y terminaba a eso de las cuatro de la mañana en un antro cercano a Malasaña, donde la mayoría de nosotros, ya muy pasados, tomábamos vodka con naranja o gin tonics preparados. He dicho tomábamos, pero la verdad es que ni J. ni yo solíamos llegar a tales excesos etílicos. Yo, porque no he sido entrenada para aguantar el alcohol (ahora que lo pienso, no sé siquiera si está permitido por el reglamento) y J., porque pese a su aire de escritor maldito abocado a todos los vicios, nunca le vi ir más allá de abrazarse como he dicho, a la botella de vodka y a tomarse dos o tres Aquarios a lo largo de toda una noche de juerga.
Después de dos meses, mi primer informe sobre él venía a decir más o menos, que era un tipo misterioso, al que le gustaba fomentar la intriga escondido detrás de un personaje con las siguientes características: Escritor joven y solitario, atormentado por una amarga historia familiar, herido por igual por el comunismo y por el capitalismo y amante del alcohol, las drogas y las chicas despampanantes. Pero en esa historia había muchos puntos oscuros.
En las siguientes semanas, además de seguir frecuentando el circulo de escritores irritados y de seguir ganándome la confianza de nuestro hombre, me dedique a peregrinar de forma virtual (aclaro esto, pues por ahí arriba se ha corrido el bulo de una supuesta torpeza informática por mi parte) por registros civiles, secretarías de institutos y universidades, registros de la propiedad y archivos de la seguridad social. Todo ello me llevó a concluir lo siguiente: Escritor joven, con el cerebro completamente corroído por la lectura, a la que era adicto desde su más tierna infancia, tímido irredento y romántico incurable. Hijo de una familia de clase media medianamente feliz. Su complexión física, algo delicada y enclenque, le hacía huir por igual tanto de juergas y francachelas como de los excesos de la vida sana. Después de estudiar Filología Inglesa y vivir un año en Londres, en la actualidad se encargaba del negocio familiar: una ferretería en el Barrio de Tetuán.


Pero eso no podía ser todo, mi intuición y mi experiencia me decían que había algo detrás, por lo que, disfrazada lo mejor que pude, me dispuse a seguirle y le pinché el teléfono.
A los quince días de mi asedio secreto, estaba como al principio, solo que algo más gorda. Ya se sabe lo tediosas que son las esperas, y algo hay que hacer para matar el tiempo. A mí me dio por los bocaditos de nata.
No entendía como un ser tan insulso (y esto lo digo en el mejor sentido de la palabra) podía ser favorito del Gran Jefe. ¿Qué heroica misión tenía que cumplir? ¿A qué peligros se iba a exponer? ¿De qué tenía yo que salvarle, diantre? (El reglamento no permite palabras más gruesas).
Los grandes descubrimientos de la humanidad, casi siempre han ocurrido porque la casualidad a pillado atento a alguien que estaba trabajando. Así pues, lo mío fue (y no quiero ser vanidosa) como la penicilina o el radio.
Una tarde de miércoles, después de leernos una de sus historias de chicos descarriados que tanto nos hacían reír, pero que al final siempre nos ponían un poco tristes, lo descubrí todo. Era eso, no había más. Pero eso era muy importante. Vi las caras relajadas, los ojos brillantes, las sonrisas abiertas que le regalaban los componentes del clan de los enojados. Vi, en la cara de J. un rubor muy tenue de satisfacción al escuchar nuestras alabanzas. Cuatro minutos y quince personas en estado de gracia. Era eso.
Esa noche me fui pronto a casa, ya no necesitaba corretear de bar en bar fingiendo beber cañas. Además, quería enviar mi informe lo más pronto posible. Tenía que comunicar a los de arriba mi descubrimiento.
Me quité los zapatos y el abrigo y enchufé el ordenador...

miércoles, 25 de febrero de 2009

EL FILO DE SU MIRADA

EL FILO DE SU MIRADA


Se llama Antonio y se hace pasar por pescadero. Desde la primera vez me llamó la atención la educación exquisita, con la que trataba a sus clientas, su cuidado corte de pelo, algo canoso por las sienes, su elegancia innata y sobre todo, la increíble destreza de sus manos.
Antonio es un prestidigitador del rape y la pescadilla. Dispone todas las mañanas, su pequeño escenario, donde el atrezzo son los pescados, como joyas brillantes descansando entre hielo picado y ramas de helecho. Los actores principales son sus manos y aunque la obra representada suele incluir sangre y vísceras, él maneja los cuchillos con movimientos tan limpios y precisos, que es sobrecogedor ver, a eso de las once de la mañana, a ocho o nueve señoras esperando su turno en completo silencio y mirando arrobadas como las manos de Antonio limpian una merluza o filetean un gallo. Él, no es ajeno a esas miradas y después de finalizar cada una de las faenas y limpiándose cuidadosamente las manos de pianista, mira a su público regalándole su increíble sonrisa de artista atormentado.
Se llama Antonio y se hace pasar por pescadero.
La ciudad donde vivo es muy pequeña, y a la gente le encanta hablar y contar historias. Una tarde en un café, una amiga me contó ésta:
Hará unos diez años, estuvo de moda por casi toda Europa un espectáculo tan poético, tan emocionante y peligroso que no había Festival de Otoño, de Primavera o de Invierno que no intentara tenerlo en su programación.
La función en sí era algo tan simple como un hombre lanzando cuchillos a la silueta de una mujer, pero al parecer, todos los detalles de escenografía, música y dramaturgia, estaban tan primorosamente cuidados que, según algunos críticos del momento, era el acto artístico más original y hermoso que se había visto en los últimos años, aunque para otros no dejaba de ser un digno espectáculo de circo algo pasado de moda.
Cuando Max tenía frente a él a Laura, haciendo ondular suavemente sus brazos y su pelo contra el panel en el que, segundos después, se clavarían doce cuchillos, el mundo se paralizaba. Los relojes se congelaban y así también el movimiento de Laura. No importaba que el panel estuviese girando y que su espesa melena rozara por segundos el suelo en cada giro.
Para Max, solo existía ese cosquilleo en las manos, ese zumbido en el corazón y los ojos de ella en la punta de su cuchillo.
La amaba, si, ¡cuanto la amaba! y en esos momentos, el amor se le convertía en una punzada de espantoso deleite.
Cuando se apagaban las luces y después de los últimos aplausos, los espectadores salían de la sala, había en todos ellos un cierto aire de recogimiento y quizá algo de pudor. Tenían la inquietante sensación de haberse asomado por el ojo de la cerradura a un ritual intimo y sagrado.
Una noche en Berlín, poco antes de comenzar su actuación, Max no encontró la mirada de Laura. Buscó sus ojos, mientras repasaban los detalles del nuevo espectáculo que estrenaban esa noche, pero esos ojos le rehuían.
Cuando, una hora después y con la función en su punto culminante, antes de vendarse los suyos, Max volvió a buscar los ojos de Laura, los encontró aterrorizados y suplicantes y supo, como fulminado por un rayo que ella ya no confiaba en él, que había dejado de amarle.
Creyó que iba a morir en ese momento, le faltaba el aire, el suelo se movía. Hoy era incapaz de detener el tiempo. En la sala no se oía ni una sola respiración, solo la música.
Se vendó los ojos y sintió que la mano le temblaba. Estaba empapado en un sudor frío. Tomó aire y comenzó a lanzar sus cuchillos: uno, dos, tres... hasta veinte. La hermosa silueta de Laura bordada en el panel púrpura sobre el que giraba. En su muslo izquierdo, un hilo de sangre.
Segundos después, cuando el teatro se venía abajo con los aplausos, bajo la venda, los ojos de él se habían convertido en un río incontenible.
Esa noche, la pasaron entera despiertos en la habitación del Hotel, nadie sabe lo que allí paso, pero cuentan que ya al filo de la madrugada se vio a dos sombras como las suyas despidiéndose en la Estación de Trenes, donde Laura tomaría uno en dirección a Estambul.
De Max tampoco se sabe mucho. Solo que recogió sus cosas del hotel y se marchó. Una semana después su representante recibió una carta de despedida, un generoso cheque por los perjuicios ocasionados y la dirección de un abogado que se encargaría al parecer de solucionar asuntos legales y cancelar deudas en su nombre.
La ciudad donde vivo es pequeña y a la gente le encanta hablar. Curiosamente, la madre de mi amiga, tenía guardado un programa de cuando el espectáculo de Max y Laura pasó por Madrid. En el que venía una foto de ambos. El otro día me la enseñó.
Se llama Antonio y se hace pasar por pescadero.

LA VUELTA A CASA

LA VUELTA A CASA

Te sientes extraña. Estás de pie ante la puerta de la casa de tus padres, con la llave en la mano. Pero hoy no vuelves del Instituto cargada de libros y de sueños, tampoco es de madrugada y estás aquí después de una noche de copas y música. No tienes que disimular el olor a tabaco ni quitarte los zapatos para evitar que tu madre, que tu sabes despierta, se levante y señalándote el reloj de la sala te diga a gritos susurrados: – “¿Tu crees que estas son horas? ¡Vete a la cama, ya hablaremos luego!”-
Sabes que hoy no habrá nadie. No se oye la música a todo volumen que ponía tu hermano, no se oye a tu madre trasteando en la cocina, ni a tu padre con la tele puesta dormitando ante el resumen de algún partido de fútbol. Sabes que todo eso pasó hace tiempo, como pasó tu infancia y tu adolescencia. Después, quién se marchó fuiste tú. Y ahora estás de pie, ante la puerta de la casa de tus padres y te sientes extraña, como si nunca hubieras estado ahí con una llave en la mano.
No te atreves a abrir. Tienes miedo, pero ¿de qué? No lo sabes muy bien, quizá de enfrentarte a esa casa hoy vacía y a la vez llena de objetos a los que se quedaron prendidos los años de tu adolescencia, pero sobre todo, llena de recuerdos que no son los tuyos. Muebles, libros y ropas que formaron parte de los últimos años de la vida de tus padres y de los que hoy te sientes tan ajena como te sentiste de ellos.
Pero no puedes quedarte todo el día en este descansillo. Tienes que abrir la puerta, entrar en la casa, abrir las ventanas (el portero subirá ahora con cajas de cartón vacías), sacar los trajes y los fantasmas de los armarios. Revisar libros y papeles…y quizá luego, cuando llegue tu hermano, entre los dos decidir que os quedáis y que se tira o se regala.
Si, ya lo se, tu no quieres nada. Decidiste hace tiempo cortar los lazos y olvidar tu pasado. Por nada en especial. No hubo una ruptura melodramática, ni siquiera un desencuentro más evidente que otros, al que se le pueda poner fecha y motivo. Simplemente, cuando a los veinte años saliste de esta casa, te fuiste distanciado poco a poco, inapreciable y metódicamente. Así, al cabo de un tiempo, ya ni siquiera tu madre te preguntaba si ese año tampoco podrías ir a cenar con ellos en Nochebuena. Quizá su voz sonaba algo más triste a través del teléfono, pero tú preferías no prestar atención a esos detalles.
Cuando tu padre ingresó en el hospital, apenas fuiste a verlo una o dos veces. Te sentías incómoda, no sabías que decir. Eso si, te ofreciste generosamente a buscar y pagar a alguien para que se quedara con él por las noches, para que tu madre pudiera irse a casa a descansar. Ella se negó con una firmeza que…si, reconócelo, te llenó de una inexplicable admiración. No quisiste insistir más.
Ocho meses después de la muerte de tu padre, tu madre también se fue y esa segunda pérdida te sumió en la confusión y la tristeza. Te llenó la boca del frío sabor a óxido que deja la culpa. ¿Pero tu qué podías haber hecho?. Si, quizá ir a verla de vez en cuando, quedar para dar un paseo o tomar un café juntas. Pero ella no tenía ninguna gana de salir y tú, cada vez te sentías más molesta en su presencia. Creías ver en su mirada apagada, la sombra de un reproche.
Hoy, de pie delante de esta puerta, la imagen que tanto te ha costado forjarte de mujer dura y fría se esta tambaleando. Como en una película pasada a gran velocidad, aparecen algunas escenas del entierro de tu madre. La expresión de infinita desolación de tu hermano, su mirada de extravío, su llanto inabarcable abrazado a ti. Un llanto que al principio te exaspera, pero que poco a poco va encontrando eco y provocando una dolorosa quemazón en un lugar escondido y oscuro del que tu hace tiempo que no tenías noticias.
Al fin, tras un esfuerzo que te deja exhausta, consigues meter la llave en la cerradura y abrir la puerta. El impacto que recibes te sobrecoge. De todos y cada uno de los objetos de la casa, emana tal cantidad de amor y sosiego que la coraza finamente trabajada a lo largo de los años, que recubre tu corazón, comienza poco a poco a resquebrajarse.
Tres horas después, el sonido de la llave de tu hermano entrando en la cerradura, te sorprende con la cara aún anegada en lágrimas. Sentada en la mecedora de tu madre tienes la olvidada e indescriptible sensación de estar por fin en casa.

miércoles, 18 de febrero de 2009

DESPEDIDA

ADIOS

Alguien dio la noticia “se llevan a Don Julián” y de pronto corrían todos calle abajo camino de la Estación. El gordo Chávez, Jesusín el Arriero, la Trini, Ernesto, la pequeña de los Jiménez, doña Luisa, El Loco, Rafael. Todos. El pueblo entero corría.
Se tropezaban con las piedras, resoplaban, se animaban unos a otros. Decían a los más jóvenes: -¡Adelántate tú y di que esperen!
Al pasar por las casas de puertas abiertas Nicolás cogió el trombón, otros dos agarraron casi al vuelo sus guitarras, Emilio salió cojeando con el acordeón y el chico pequeño de la Engracia apareció con unos platillos.
Llegaron al andén y el tren estaba entrando por la Vía. Diez minutos y volvería a arrancar llevándoselo lejos. Al norte, a un lugar frío donde ya nunca habría música.
Llegaron al andén y pararon en seco. La mujer joven de negro los vio, los miró, se levantó del banco. Se pasó una mano por el pelo y apretó aún más contra su pecho la urna que sujetaba.
Ellos se miraron sorprendidos. No se esperaban eso.
El Gordo Chávez quería pegar a alguien, Jesusín el Arriero buscó con la mirada al alcalde, él les explicaría. Rafael se agarraba la cicatriz del brazo. Fue la Trini la que lo entendió todo. “ No hubo nadie que lo curara a él y la familia querrá tenerlo cerca”.
Y sin hablar supieron: ya no le despertarían a media noche, ya no le ofrecerían de beber, ya no le harían más bromas, no le explicarían cuánto le habían querido ni cuanto le iban a echar de menos. Ya nunca más: -¡Hay don Julián véngase usted conmigo que se me ha puesto la mujer de parto! Ó –Sí señor, ya estoy mucho mejor de mis reumas.
Los músicos comenzaron a tocar. Desafinando con ímpetu al principio, ajustándose al ritmo poco a poco, para acabar sonando como una banda de ángeles juerguistas.
La mujer joven de negro los miró, los escuchó, relajó el rictus de la cara, se secó los ojos, aflojó los brazos en un gesto de ofrecerles la urna con las cenizas y llorando a carcajadas subió al tren.

EURÍDICE EN SONORA


EURÍDICE EN SONORA


Me despierto y tengo frío. No reconozco el lugar, pero sí el olor: humo, tierra seca y cucarachas. La lengua me duele dentro de la boca. No recuerdo nada y me parece que eso es bueno. Tengo miedo de moverme porque sé que con el movimiento regresaran los recuerdos, regresará el dolor. Muy despacio abro los ojos y con la luz vuelve la nausea.
Estoy sola en el cuarto desnudo. El suelo de barro apisonado cubierto apenas por una estera raída. Abro los ojos y una luz gris rata enmarca el dintel de madera. Esta amaneciendo. En mi boca, un sabor amargo a tierra y a vómito.
Me incorporo y con el movimiento vuelven los recuerdos, el dolor.
La cara de Adrián vuelta hacia mí, los ojos entornados, la boca abierta y las aletas de la nariz dilatadas, bebiéndome, emborrachándose con mi voz. Y fue así desde el primer día, en el que empezamos a actuar en ese club de jazz de Méjico DF. y él se sentaba en la primera mesa de la izquierda y no apartaba ni un instante sus ojos de los míos. Después, me esperó a la salida, me enseñó esa ciudad atroz y única, me llevó a su casa y durante los quince días que duró la gira me entregó todo lo que era.
Se han ido todos, también el chamán y siento su ausencia como un abandono. A mi lado, una vasija de barro llena de agua, un trozo de pan y una manzana. Me enjuago la boca. La foto de Adrián aún esta sobre el pequeño altar de piedra. Las piernas y los párpados me pesan y vuelvo a perderme en una bruma espesa.
De nuevo la cara de Adrián, ahora pálida de muerte. Desierto de Sonora, cinco de la tarde. Cuando oyó el cascabel ya estaba todo hecho y el aire luchaba por abrirse paso en sus pulmones ya paralizados por el veneno. Ni siquiera gimió. En su cara, solo un gesto de estupor. Pero yo si, yo me hice añicos en un único grito definitivo. Después perdí la voz. Ya nunca volvería a cantar.
Cuando el grupo volvió a España no quise seguirles. Me sentía atada a ese país donde la vida y la muerte estaban acechando a cada paso. Además, estaba obsesionada con Adrián, no aceptaba su pérdida. Necesitaba ir a buscarle. Verle y hablar con él al menos una última vez.
Empecé a consultar con videntes, mediums, echadores de cartas y adivinadoras. Todos prometían ponerme en contacto con Adrián, pero ninguno lo hizo. Después, comencé a experimentar con sustancias alucinógenas, con la esperanza de que en alguna visión él apareciera. Solo conseguí terror y soledad.
Alguien me habló de un brujo indio que vivía cerca del desierto. Fui a verle. En su mirada adiviné compasión. El viejo me dijo que él me ayudaría, pero yo tendría que cantar. Solo mi voz podía conjurar las sombras, abrirme paso en el reino oscuro. Él me facilitaría el tránsito, treinta botones de peyote y un ritual propiciatorio. Pero yo debía cantar.
Pensé que no podría, que la voz se me había ido con aquel grito, pero cuando mi estómago se dio la vuelta por tercera vez y en mi cuerpo no quedaba una gota de sudor, rompí a cantar. Mi voz se elevó en la oscuridad, se abrió paso entre el miedo y el dolor, se hizo quejido y aullido y llanto y después... se hizo música. Y otra vez Adrián, esta vez con el rostro cubierto diciéndome: “Camina, no te pares. Yo te sigo pero no mires hacia atrás. Camina o me perderás para siempre”.
Volví a recobrar la conciencia. Me levanté. Me dolían los riñones y las costillas como si hubiera estado peleando con un toro. Me acerco al brochazo de luz amarilla que esa la puerta. Fuera, el desierto se ha convertido en una campana de vida mineral desperezándose en silencio. Respiro hondo. Estoy tranquila. Al fin he podido volver a ver el rostro de Adrián.

jueves, 12 de febrero de 2009

DESFILADERO

DESFILADERO



Un camino de piedra. Un camino empinado de piedra que trepa ladera arriba y los pies no quieren ver como a su paso la tierra se va desmoronando. A mi derecha el precipicio se hace cada vez más alto, cada vez más doloroso. El valle, allá en lo hondo, es de una belleza insufrible. El sol acaricia mis hombros. Sin consuelo, sin honor. El corazón se encoge y el aire, tan puro, se niega a entrar en mis pulmones. La sangre me golpea las sienes y un mar lejano brama detrás de mis párpados. Obligo a mis piernas a seguir caminando pero el miedo las ha vuelto pesadas, desobedientes. En cada curva el camino se estrecha y me lleva al terror de la infancia, a la soledad de la caída, al sueño del vuelo roto contra el suelo. En el centro, toda la belleza del otoño. El valle, allá en lo hondo se eleva hasta mi frente y tengo que apoyar mi espalda contra la roca y soportar con vergüenza el lamento de mis alas rotas.



El Desfiladero de las Xanas.