martes, 21 de julio de 2009

LA CASA DEL CABRERO




LOS HUERTOS, 3.LA CASA DEL CABRERO


No quisieron venir. Cuando dijimos después de comer que nos íbamos hasta el río dando un paseo, ellas no vinieron. Almu estaba agotada. Dormida sobre una manta en el suelo del patio. Yo pensé, como no tenga cuidado cogerá frío y luego le va a doler la tripa, pero nadie me hizo caso. Le eché una manta. Christine prefirió también quedarse leyendo, acomodada sobre una tumbona. La verdad es que yo al principio no le di importancia. Creo que ninguno se la dimos. Se quedaban las dos juntas, y la casa y el patio estaban aparentemente tranquilos. Aparentemente.
El resto salimos, tan contentos, en dirección al río. Hicimos fotos, escuchamos el canto de la oropéndola, tropezamos en las piedras de la vía abandonada, nos perdimos entre los pasillos que hacen los chopos y antes de que transcurrieran dos horas ya estábamos de vuelta. ¡Hola, chicas!¿Dónde estáis?. En el patio no había nadie. La manta donde Almudena se había quedado dormida seguía tendida en la hierba, caliente aún el hueco de su cuerpo. La tumbona de Christine, en el sitio exacto donde la dejamos. Apoyados en el tronco de un ciruelo, dos bolsos que supusimos suyos. “Se habrán subido a los sofás de arriba, aquí hace ya un poco de fresco”, pero arriba no estaban, ni en el baño, ni en el dormitorio, ni siquiera en el cuartito que está pegado al garaje, ese que está siempre lleno de avispas muertas y tiene una luz tan bonita. “Habrán salido ellas también a dar un paseo, si queréis las llamamos al móvil”. Del pie del ciruelo salió una musiquilla de lata. Era el teléfono de Christine. Cuando llamamos al de Almudena una voz, también de lata nos indicó que “el teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura”. Empecé a inquietarme. La idea de que se hubieran ido las dos solas a dar un paseo, sin avisarnos, sin dejar una nota siquiera, no me parecía muy creíble. Sabía que a Christine no le gustaba demasiado el campo y aunque Almudena era impredecible, la había visto tan exhausta que hubiera jurado que no había salido de casa por voluntad propia. Me acordé del cabrero. No dije nada.Volvimos a sentarnos todos alrededor de la mesa del patio donde habíamos comido. Estaba empezando a anochecer. En el piso de arriba, comenzaron los crujidos. Vigas que se asientan, tejas que se mueven cuando los pájaros vuelven al nido construido bajo ellas, canalones que suenan bajo una corriente de agua inexistente. Todos hacíamos como que no oíamos nada, y cuando los ruidos eran tan evidente que no podíamos obviarlos, aparentábamos que no eran más que eso, vigas que se asientan y tejas que se mueven por los pájaros. Cada poco alguno de nosotros decía: “Voy a salir un momento a la esquina de la calle, a ver si las veo”, pero nadie se movía. De fuera, de la chopera cercana, comenzó a subir un olor a lodo y a carbonera. También un ruido de vendaval que nos hizo imaginar a los árboles doblándose desde sus cuatro metros hasta el suelo, agitando enloquecidos sus hojas. Dentro del patio, no se agitó ni una brizna de hierba. Todo permaneció inmóvil como nosotros. Y Almudena y Christine no estaban.

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