miércoles, 25 de marzo de 2009


SERVICIO PUBLICO

Llueve, después de meses sin caer una sola gota de agua, esta tarde la ciudad se ha anegado en un llanto espeso y plomizo. Te inquieta, sabes que eso lo hará todo más difícil. Son las siete y cuarto. Pides un taxi por teléfono, pero la operadora no te asegura que llegue antes de quince minutos. No puedes esperar tanto. Coges la maleta y bajas apresuradamente a la calle, esperando encontrar alguno libre. El tráfico, como ocurre siempre en los días de lluvia, es un caos de luces semiparadas. A pocos metros de ti hay un anciano con aspecto distinguido que parece buscar lo mismo que tú. En la esquina se detiene un taxi ocupado y casi sin dar tiempo a que se baje la pareja que va dentro, te cuelas percatándote de que has olvidado el paraguas en casa. No te importa, como tampoco te importan los gestos airados que te dirige el anciano, que al parecer no era tan distinguido. Ahora lo único importante es llegar a tiempo para coger ese tren.
Saludas al taxista y le pides que te lleve a la Estación Central de Ferrocarril. Intente apresurarse, le dices, tienes que coger un tren a las ocho. El individuo se vuelve y te obsequia con una sonrisa sucia. Si tanta prisa tiene, tomaremos un atajo, señora. Ya ha visto como está el tráfico por aquí. Instintivamente desconfías, pero intentas tranquilizarte diciéndote, que ese hombre solo quiere que llegues a tiempo.
El coche gira en cuanto puede hacia la izquierda y abandona las avenidas principales, que a esa hora ya se han convertido en un estruendo de cláxones y faros detenidos. Pasa por estrechas callejuelas donde parece que alguien se ha entretenido en volcar todos los contenedores de basura. Tu reloj marca las ocho menos veinticinco y no tienes ni idea de donde estás. Ahora llueve con tanta fuerza que es difícil ver a más de un metro. Al final de una avenida oscura y desierta, una grúa impide el paso. De los labios del taxista brota una cascada de maldiciones y en una brusca maniobra da marcha atrás y gira. Tu voz está llena de angustia cuando le preguntas ¿dónde estamos? ¿Está aún muy lejos la estación?. Ya son las ocho menos cuarto y a través del retrovisor te parece adivinar una mueca llena de sadismo en la cara del tipo, que no se digna en contestarte. Por tu espalda corre un sudor frío. Al fin dice: lo tienes un poco difícil, princesa. Me parece que hoy no coges tú ese tren. Esa idea te resulta inconcebible. Oyes tu voz como si viniera de lejos diciendo: usted no lo entiende, es un asunto de vida o muerte que yo coja ese tren y te sorprende el tono de dureza y persuasión que estás empleando. Le adulas, le amenazas, le mientes una historia lacrimógena, le ofreces pagarle el doble de lo que marque el taxímetro si consigue que llegues a tiempo. El tipo no contesta pero para el coche en seco. Cuando estás al borde de un ataque de pánico, levantas la vista. En el reloj de la estación, ante ti, las agujas marcan las ocho menos cinco.

ARACNE







Hace mucho que estoy sola, tanto que ni me acuerdo. Mis últimos hijos se fueron hace tiempo. Creo que soy vieja. Mis patas están perdiendo esa consistencia peluda y ágil que me hacía tan rápida y eficaz ante las presas. En un instante trenzaba a su alrededor una soga pegajosa que las inmovilizaba y las dejaba a mi merced. Así, me lanzaba voraz hacia ellas y clavándoles mi mandíbula, succionaba su esencia hasta dejarlas convertidas en un cascarón vacío. No me saciaba. Así era y estaba bien. Ahora estoy cansada, pero aún soy capaz de tejer despacito una trampa de encaje y esperar a que mi comida se pose en ella. Ahora tengo menos hambre y más paciencia. Pero me aburro. Dormito casi todo el tiempo y solo me animo cuando noto en mi tela la vibración de un pequeño ser que agita las alas enredado en ella. Entonces me acerco despacio, lo inspecciono, lo rozo apenas con la punta de mis patas, huelo su miedo. A veces tomo un pequeño bocado, me gusta recordar el sabor de la vida. Pero casi siempre me compadezco, le inyecto una dosis de esta esencia, que lo mata y a la vez lo conserva y lo dejo allí hasta que se apaga.
En este mundo oscuro y húmedo es importante tener comida de reserva.

LA VISIÓN DE LA ISLA

LA VISIÓN DE LA ISLA



Hay mañanas, en las que cuesta creer que ha amanecido. La niebla fabrica un universo espeso que se pega a los muros de piedra de las casas, y viste de fantasmas los cuerpos que se esconden bajo los cuellos de los abrigos. Es entonces cuando la visión de la isla se hace más nítida. Dibujada en el espejo blanco, sus contornos se revelan tan reales y cercanos, que los presurosos oficinistas y los adolescentes con mochila que habitan las aceras, se detienen perplejos y maravillados.
Algunos creen que es el jirón de un sueño que se les ha quedado prendido debajo de los párpados. Otros, que por fin la vida les hace un gesto amable, un “ahora es posible” o un “quizá si te atrevieras...” Los más grises se asustan, se esconden tras las bufandas y aprietan el paso.
A veces, un olor a salitre impregna el aire seco de la ciudad dormida, y es el aroma de la isla, a quinientos kilómetros del mar.

GIGLICO

HALLAZGO

Lo que más le esclandian eran las mañanas rubelosas y fúlidas, cuando la playa estaba juripada solamente por las gaviotas y podía currifarla entera sin encontrarse con nadie. Entonces, le gustaba oscurarse en las gréfulas que dejaba la marea baja, rubirar funcas gomosas y perligas de colores delicados. Imaginaba que era una súbila arcaica, una durisia encargada del culto de un antiguo lurín, protector de trusos y peces. También le gustaba recolectar crubias, pequeñas arbusias y ásperos érgulos de tamaños dispares, que ordenaba turilosa y prudente sobre la grubia húmeda. A veces, se quedaba vorinosa y lasmida, sintiendo el calor del sol y la lemura frunida de la brisa en su piel. Una de esas mañanas, ajurigada y lumbida por el feliz paseo, encontró entre unas rocas el mágico crustilio.

JURAMENTO

Aquella noche él llegó escarduso, ahito de runglios y empapado en arfel barato. Cerró de un blunso y comenzó a rufar por todas las habitaciones, esturándola como un trusco rabioso. Ella, amusarada, se acurruscó bajo las súribas, se hizo la morfa. Le dio igual. Él, descubriéndola, la musó, la desyuzó, la obligó a peridarse y cuando la tuvo así, convertida en apenas un jurinque, comenzó a eslibarle las runfias con una aspereza dulce que la trascoló los segúpetos y la ablandó el reyín. No quería, no podía dejarse trusar de nuevo por sus érsidos blufos, por sus ornes regupios que la escuraban y la velupaban hasta hacerla olvidar quien era. Pero él seguía allí, amurándola despacio, exurvirándola poco a poco, tan ocupado en despertar sus jinfias que a ella le pareció absurdo seguir resistiéndose y se dejó esgrufir hasta el límite de una pendiente rúmbida y trefuda a la vez. Cuando, horas después, la esturifó el blunso de una puerta cerrándose, y sintió la turfez del arfel en sus súribas, volvió a jurarse que mañana cambiaría la cerradura.

viernes, 13 de marzo de 2009

VINCULOS FMILIARES

VINCULOS FAMILIARES

Tenían aproximadamente la misma edad y compartían habitación en la misma Residencia de Ancianos. Las dos eran hijas de militar. Las dos tenían dos hijos. Las dos eran viudas.
El marido de Luisa, un general del ejército que había jugado un papel importante en la dictadura, había muerto asesinado por la banda terrorista a la que pertenecía el hijo de Amelia. Este, estaba en la cárcel cumpliendo condena por haber cometido 25 asesinatos. Eran familia. La hija de Amelia estaba casada con el hijo de Luisa
A la hora de la merienda era frecuente ver como Luisa, con un cuidado infinito, acercaba la cucharilla llena de yogur a la boca temblorosa de Amelia. Cuando conseguía que se lo acabara, la premiaba con caricias y besos en las manos que Amelía agradecía con una sonrisa y una mirada extraviada por el Alzheimer.

COLOR DE VERANO

Color de verano


Azul y apacible fue aquel verano de mis diez años en el que me ahogué. Tan feliz, que ni siquiera los gritos exasperados de mi madre desde la orilla, en las mañanas de playa, consiguieron estropearlo.
Agosto vino cálido y dorado, sin nubes y sin nieblas y yo estiraba el día jugando hasta el anochecer con los niños del pueblo, por los prados cercanos a la casa alquilada por mi familia. Después de cenar me enfrascaba en la lectura de los libros que tapizaban las paredes de la biblioteca. “En una noche oscura, en ansias de amores inflamada, ¡Oh dichosa ventura, salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada “. Esos versos me embriagaban... Apacible y feliz fue aquel verano. También azul.
Hacía poco que mi padre me había enseñado a nadar, y el mejor momento de las mañanas en la playa, muy por encima de los helados, los castillos de arena y los chapuzones con mis hermanos, era cuando él, distinguiéndome de todos los demás, me hacía una seña diciéndome: - “Venga Laura, a ver como nadas hoy...”- Y nos adentrábamos juntos en el mar, mirando al horizonte, dejando atrás las salpicaduras de la gente que se bañaba en la orilla y los gritos de mi madre: - “¡Antoniooooo, Laura....No os vayáis tan lejos....Un día os vais a ahogar...!”-
Nos quedábamos solos, con el mar y el cielo para nosotros dos. Cuando dejaba de hacer pié, me atacaban oleadas de miedo, pero miraba a mi padre nadando sonriente a mi lado y de pronto todo estaba bien. Con él siempre estaría a salvo.
Pero una mañana espléndida, quizá (y solo por una vez en mi vida) para darle la razón a mi madre, me ahogué.
Nadaba con mi padre hacía una rocas que había muy cerca de la playa y que para mi eran islas plagadas de aventuras en mitad del océano. El mar ante nosotros era intensamente azul. Me tumbé boca arriba en el agua, sobre mí, el cielo era también azul. De repente, no se que pasó, pero mi padre estaba muy lejos, una fuerza que provenía del fondo, me llevaba mar adentro. No tuve miedo. Me sentía trastornada, extrañamente feliz, más de lo que recordaba haberlo sido nunca. El azul estaba en todas partes, rodeándome, envolviéndome, disolviéndome en él. Sentía como si un rincón escondido de la piel de mi alma estuviera siendo acariciado hasta la exasperación.
“Salí sin ser notada, estando ya mi casa sosegada”... Creo que perdí el conocimiento y me hundí. Por las aletas de mi nariz y por mi boca entreabierta, entró todo el azul.
Cuando, al cabo de más de una hora y tras los inútiles esfuerzos del socorrista, volví a abrir los ojos, supe que todo estaba bien. Ahí seguía, envolviéndome toda, ese azul apacible.
Desde entonces, aunque a veces lo intento, no consigo oír los gritos de mi madre cuando me adentro en el mar.

DOS ANGELES AZULES

DOS ÁNGELES AZULES

Cuando, en un intento de zafarse de los brazos que le atenazaban los hombros, Ángela tropezó con el caballete, y este cayó al suelo, todo el azul exasperado plasmado en el lienzo, se derramó por la habitación y la tiñó de tristeza.
En el tocadiscos Sarah Vaugam hacía que todo fuera aún más tópico y aún más triste. Dejaron de gritarse, dejaron de odiarse. Se miraron, los brazos desmadejados, el pelo empapado aún de rabia. Una infinita desolación había caído sobre ellos como un manto oscuro y pesado. Lloraron. Al principio cada uno en su rincón, luego, intentando acercarse para lamerse las caras y beber las lágrimas del otro, pero no pudieron. El azul les ahogaba, les estaba asfixiando por dentro.
Nunca habían tenido una pelea tan terrible. Solían discutir por nimiedades, aprovechando cualquier comentario o gesto del otro para dejar salir su malhumor o su cansancio. A menudo olvidaban cuánto se querían.
Pero esa tarde había sido distinto. Abel llevaba casi un mes enfrascado en ese cuadro, buscaba algo que se le escondía. Un pedazo de luz, un color inventado... un azul que contuviera la serenidad y la dicha que le invadía cuando miraba a Ángela dormida. Ángela, su ángel exasperado de uñas pintadas de azul.
A eso de las siete, cuando la luz anunciaba que en un rato se iría tumbando poco a poco hasta esconderse en la noche, sintió frescor en la cara, un leve cosquilleo en las manos y supo que su azul estaba muy cerca. Respiró hondo, puso su disco favorito y volvió a enfrascarse en el cuadro. Apenas diez minutos después, la llave sonó en la cerradura y Ángela entró con una maleta en una mano y un portazo en la otra. Todo había sido un desastre. Volvía de tocar con su grupo. Dos sesiones en un teatro frió y medio vacío y público más inclinado al pasodoble que a esa especie de jazz sofisticado que ellos hacían.
Siempre que tocaba, lo hacía para Abel, aunque él casi nunca estuviera presente. Abel, su ángel vagabundo con la mirada desnuda del artista y del loco.
Para colmo, la furgoneta se había roto a doscientos kilómetros de casa y su preciosa batería iba a pasar la noche en un taller grasiento. Este pensamiento le desasosegaba más allá de lo razonable.
Al entrar en casa sintió como un bofetón el olor de aguarrás que impregnaba toda la estancia. Vio los cacharros sucios amontonados en el fregadero, los ceniceros volcados, la nevera completamente vacía.
Abel ni siquiera se volvió, buceaba tras un azul calmado y apacible. Ángela estalló. Su voz se fue crispando cada vez más y tras ella, el color que salía de los pinceles de Abel se iba tornando áspero y rabioso. El no lo podía controlar, luchaba aún por conservar ese tono que casi había rozado, pero que inevitablemente se escapaba... y de pronto, la exasperación de Ángela, unida a la que comenzaba a subir por su propia garganta, tiñó toda la parte superior del lienzo.
Como un loco, se volvió hacia ella y sujetándola con fuerza, le dijo cosas terribles que no sentía. Se convirtió en un monstruo: ciego a su cara de terror, sordo a sus protestas de - “¡Suéltame, me haces mucho daño!” -, mudo a todo lo que no fueran insultos y amenazas.
Cuando, en un intento de zafarse de los brazos de Abel que le atenazaban los hombros, Ángela tropezó con el caballete y los tres cayeron al suelo, sintió subir la marea y se ahogó en el azul.
Al día siguiente, cuando el hermano de Ángela pasó a recogerla para llevarla hasta el taller donde estaba la furgoneta, y harto de llamar a la puerta, abrió con su llave, se encontró tendidos en el suelo, con dos ángeles azules abrazados.

martes, 10 de marzo de 2009

BARCO DE PIEDRA

Vivo en una ciudad sin mar, y cuando la nostalgia del salitre me vence, suelo acercarme a la ribera del río, y allí, apoyada en el pretil de piedra de un viejo puente, me sitúo justo encima del tajamar, adelanto la pierna derecha, hago fuerza con los brazos y miro fijamente la punta de esa quilla sobresaliente que rompe el agua. Al cabo de unos instantes, estoy en un barco surcando el océano. A veces, sobre todo en algunas tardes de primavera, el aire me trae un olor algas y a brea, que completa el hechizo.