viernes, 27 de febrero de 2009

UN INFORME FALLIDO (PARA MIRCEA, CRISPULO Y JAROSLAW)

UN INFORME FALLIDO


Cuando me encargaron ocuparme de él, enseguida supe que no iba a resultarme fácil. No porque me costara introducirme en ese grupúsculo de escritores descarriados, amantes de las historias con final triste y de los bares de madrugada que solía frecuentar. Tengo que decir que casi enseguida me aceptaron y que nunca han dado muestras de sospechar nada.
No, la dificultad no estaba ahí, sino en la propia personalidad de mi “pupilo”, llamémosle así, que era escurridiza y camaleónica.
Aparentemente era un chico sencillo y agradable. Un buen muchacho. Su voz suave, sus ojos claros, sus modales delicados. Ese mechón de pelo liso que le caía sobre la frente y le daba un aire aniñado y soñador.
Para contrarrestar, escribía historias de adolescentes macarras, de descerebrados bacaladeros obsesionados por las pastis y los coñitos monos. En el fondo el viejo mito: sexo, drogas y rok and roll. Y como casi siempre, funcionaba. Ese personaje vil y un poco estereotipado, lejos de producirnos rechazo, nos movía a la ternura. Cuándo acababa de leernos sus relatos, dejaba flotando deliberadamente el eterno interrogante que aureola a muchos escritores ¿cuánto había de autobiográfico en lo que acabábamos de oír?
A veces nos hablaba de su familia. Decía ser hijo de un antiguo dirigente del P.O.U.P. (Partido Obrero Unificado Polaco), gran amante del vodka y muy próximo al Presidente Jaruzelsky, que aprovechando una visita del Papa Juan Pablo II a su tierra natal, se vino a España disfrazado de diácono a finales de los años ochenta. Esa salida resultó providencial (nunca mejor dicho) pues pocos meses después de lograr reunirse en Madrid con su mujer y sus hijos, se destapó un escándalo económico que salpicó a casi todos los dirigentes del Partido y propició la celebración de las elecciones de 1989 en las que el Sindicato Solidaridad se hizo con la mayor parte de los escaños del Senado.
J. (así llamaremos a nuestro hombre a partir de ahora) decía odiar por igual a los comunistas y a Lech Walesa y sus secuaces.
Cuando salía este tema, los ojos se le ponían vidriosos, agarraba la botella de vodka y se lanzaba a blasfemar en polaco, hasta que conseguía que alguna de las chicas se le sentara en las rodillas, cobijara su cabeza entre sus pechos y le dijera despacito que todo iría bien, mientras le acariciaba el pelo.
Mi amigo Zwigniew, un antiguo compañero con gran experiencia y especialista en lenguas eslavas, presenció una tarde una de estas escenitas y luego me hizo observar que el nivel de la botella de vodka no había disminuido ni una gota y que los supuestos juramentos en polaco no eran más que la alineación del Sigman de Cracovia, un equipo de segunda que jugaba en la liga polaca.
Algunos de los que lean esto me tacharán de ingenua, pensando que los de nuestra profesión deberíamos saberlo todo acerca de las personas de las que estamos encargadas. Nada más lejos de la realidad. Los de arriba se limitan a encargarnos el caso, a darnos una somera información de archivo, que no siempre está actualizada y a ponernos en su camino, eso es todo. La manera de acercarnos a ellos, de irles conociendo e incluso de saber exactamente hasta donde tenemos que llegar, es cosa nuestra. Si, es cierto que antes nos hemos pasado una eternidad estudiando historia, idiomas, artes marciales y psicología, pero cada nuevo caso es al principio, casi una página en blanco.
Al poco tiempo de encargarme el suyo, supe que nuestro amigo era, o bien un mentiroso compulsivo, o alguien que tiene una historia que ocultar.
Así pues, hice todo lo posible por ganarme su confianza, cosa que no me resultó muy difícil, pues por entonces mi aspecto era el de una mujer hermosa y él, a pesar de su timidez, era especialmente sensible a determinados encantos. Tiempo después me estuve preguntando si no habría sido más oportuno presentarme bajo la apariencia de un colega, alguien más parecido a alguno de esos chicos de barrio de los que él hablaba en sus cuentos, pero ni siquiera nosotros tenemos la facultad de ensayar la vida antes de vivirla, y nos toca, como a todos, hacer nuestra representación sin ensayo general siquiera.
He dicho que entré en ese circulo de escritores bajo la apariencia de una mujer hermosa, algo mayor que la mayoría de las jovencitas que solían frecuentarlo y con una aureola de alguien que ha vivido mucho y que lo comprende todo. Me interesaba ese juego, pues yo no aspiraba en convertirme en su amante (sé de sobra lo poco que suelen conocer los hombres a las mujeres de las que se enamoran, y lo poco que se dejan conocer por ellas). Mas bien lo que yo quería era ser su amiga íntima, su confidente. Ese alguien con quien tenemos tanta confianza que podemos mostrarnos sin ningún tipo de reservas ni tapujos. Para mi misión, era imprescindible conocerle a fondo, si no, muy difícilmente podría llevarla a cabo con éxito. Ya había metido la pata en otro caso bastante delicado y ahora era fundamental que todo saliera bien. Se rumoreaba que J. era uno de los favoritos del Gran Jefe.
Pese a ser un escritor en ciernes, solía jactarse de que no le gustaba leer, solo comics y libros finitos, decía. Pero luego, inmerso en la conversación se le escapaba (o lo dejaba caer deliberadamente) que estaba leyendo una gran novela épica de mil y pico páginas y que conocía a la perfección, no solo a los clásicos sino todo lo que había sido vanguardia desde el siglo diecinueve hasta ayer mismo.
Los miércoles, después de nuestras reuniones literarias, solíamos comenzar una peregrinación que empezaba a las diez y cuarto en el bar de la esquina, donde tomábamos cerveza y pinchos de jamón y terminaba a eso de las cuatro de la mañana en un antro cercano a Malasaña, donde la mayoría de nosotros, ya muy pasados, tomábamos vodka con naranja o gin tonics preparados. He dicho tomábamos, pero la verdad es que ni J. ni yo solíamos llegar a tales excesos etílicos. Yo, porque no he sido entrenada para aguantar el alcohol (ahora que lo pienso, no sé siquiera si está permitido por el reglamento) y J., porque pese a su aire de escritor maldito abocado a todos los vicios, nunca le vi ir más allá de abrazarse como he dicho, a la botella de vodka y a tomarse dos o tres Aquarios a lo largo de toda una noche de juerga.
Después de dos meses, mi primer informe sobre él venía a decir más o menos, que era un tipo misterioso, al que le gustaba fomentar la intriga escondido detrás de un personaje con las siguientes características: Escritor joven y solitario, atormentado por una amarga historia familiar, herido por igual por el comunismo y por el capitalismo y amante del alcohol, las drogas y las chicas despampanantes. Pero en esa historia había muchos puntos oscuros.
En las siguientes semanas, además de seguir frecuentando el circulo de escritores irritados y de seguir ganándome la confianza de nuestro hombre, me dedique a peregrinar de forma virtual (aclaro esto, pues por ahí arriba se ha corrido el bulo de una supuesta torpeza informática por mi parte) por registros civiles, secretarías de institutos y universidades, registros de la propiedad y archivos de la seguridad social. Todo ello me llevó a concluir lo siguiente: Escritor joven, con el cerebro completamente corroído por la lectura, a la que era adicto desde su más tierna infancia, tímido irredento y romántico incurable. Hijo de una familia de clase media medianamente feliz. Su complexión física, algo delicada y enclenque, le hacía huir por igual tanto de juergas y francachelas como de los excesos de la vida sana. Después de estudiar Filología Inglesa y vivir un año en Londres, en la actualidad se encargaba del negocio familiar: una ferretería en el Barrio de Tetuán.


Pero eso no podía ser todo, mi intuición y mi experiencia me decían que había algo detrás, por lo que, disfrazada lo mejor que pude, me dispuse a seguirle y le pinché el teléfono.
A los quince días de mi asedio secreto, estaba como al principio, solo que algo más gorda. Ya se sabe lo tediosas que son las esperas, y algo hay que hacer para matar el tiempo. A mí me dio por los bocaditos de nata.
No entendía como un ser tan insulso (y esto lo digo en el mejor sentido de la palabra) podía ser favorito del Gran Jefe. ¿Qué heroica misión tenía que cumplir? ¿A qué peligros se iba a exponer? ¿De qué tenía yo que salvarle, diantre? (El reglamento no permite palabras más gruesas).
Los grandes descubrimientos de la humanidad, casi siempre han ocurrido porque la casualidad a pillado atento a alguien que estaba trabajando. Así pues, lo mío fue (y no quiero ser vanidosa) como la penicilina o el radio.
Una tarde de miércoles, después de leernos una de sus historias de chicos descarriados que tanto nos hacían reír, pero que al final siempre nos ponían un poco tristes, lo descubrí todo. Era eso, no había más. Pero eso era muy importante. Vi las caras relajadas, los ojos brillantes, las sonrisas abiertas que le regalaban los componentes del clan de los enojados. Vi, en la cara de J. un rubor muy tenue de satisfacción al escuchar nuestras alabanzas. Cuatro minutos y quince personas en estado de gracia. Era eso.
Esa noche me fui pronto a casa, ya no necesitaba corretear de bar en bar fingiendo beber cañas. Además, quería enviar mi informe lo más pronto posible. Tenía que comunicar a los de arriba mi descubrimiento.
Me quité los zapatos y el abrigo y enchufé el ordenador...

miércoles, 25 de febrero de 2009

EL FILO DE SU MIRADA

EL FILO DE SU MIRADA


Se llama Antonio y se hace pasar por pescadero. Desde la primera vez me llamó la atención la educación exquisita, con la que trataba a sus clientas, su cuidado corte de pelo, algo canoso por las sienes, su elegancia innata y sobre todo, la increíble destreza de sus manos.
Antonio es un prestidigitador del rape y la pescadilla. Dispone todas las mañanas, su pequeño escenario, donde el atrezzo son los pescados, como joyas brillantes descansando entre hielo picado y ramas de helecho. Los actores principales son sus manos y aunque la obra representada suele incluir sangre y vísceras, él maneja los cuchillos con movimientos tan limpios y precisos, que es sobrecogedor ver, a eso de las once de la mañana, a ocho o nueve señoras esperando su turno en completo silencio y mirando arrobadas como las manos de Antonio limpian una merluza o filetean un gallo. Él, no es ajeno a esas miradas y después de finalizar cada una de las faenas y limpiándose cuidadosamente las manos de pianista, mira a su público regalándole su increíble sonrisa de artista atormentado.
Se llama Antonio y se hace pasar por pescadero.
La ciudad donde vivo es muy pequeña, y a la gente le encanta hablar y contar historias. Una tarde en un café, una amiga me contó ésta:
Hará unos diez años, estuvo de moda por casi toda Europa un espectáculo tan poético, tan emocionante y peligroso que no había Festival de Otoño, de Primavera o de Invierno que no intentara tenerlo en su programación.
La función en sí era algo tan simple como un hombre lanzando cuchillos a la silueta de una mujer, pero al parecer, todos los detalles de escenografía, música y dramaturgia, estaban tan primorosamente cuidados que, según algunos críticos del momento, era el acto artístico más original y hermoso que se había visto en los últimos años, aunque para otros no dejaba de ser un digno espectáculo de circo algo pasado de moda.
Cuando Max tenía frente a él a Laura, haciendo ondular suavemente sus brazos y su pelo contra el panel en el que, segundos después, se clavarían doce cuchillos, el mundo se paralizaba. Los relojes se congelaban y así también el movimiento de Laura. No importaba que el panel estuviese girando y que su espesa melena rozara por segundos el suelo en cada giro.
Para Max, solo existía ese cosquilleo en las manos, ese zumbido en el corazón y los ojos de ella en la punta de su cuchillo.
La amaba, si, ¡cuanto la amaba! y en esos momentos, el amor se le convertía en una punzada de espantoso deleite.
Cuando se apagaban las luces y después de los últimos aplausos, los espectadores salían de la sala, había en todos ellos un cierto aire de recogimiento y quizá algo de pudor. Tenían la inquietante sensación de haberse asomado por el ojo de la cerradura a un ritual intimo y sagrado.
Una noche en Berlín, poco antes de comenzar su actuación, Max no encontró la mirada de Laura. Buscó sus ojos, mientras repasaban los detalles del nuevo espectáculo que estrenaban esa noche, pero esos ojos le rehuían.
Cuando, una hora después y con la función en su punto culminante, antes de vendarse los suyos, Max volvió a buscar los ojos de Laura, los encontró aterrorizados y suplicantes y supo, como fulminado por un rayo que ella ya no confiaba en él, que había dejado de amarle.
Creyó que iba a morir en ese momento, le faltaba el aire, el suelo se movía. Hoy era incapaz de detener el tiempo. En la sala no se oía ni una sola respiración, solo la música.
Se vendó los ojos y sintió que la mano le temblaba. Estaba empapado en un sudor frío. Tomó aire y comenzó a lanzar sus cuchillos: uno, dos, tres... hasta veinte. La hermosa silueta de Laura bordada en el panel púrpura sobre el que giraba. En su muslo izquierdo, un hilo de sangre.
Segundos después, cuando el teatro se venía abajo con los aplausos, bajo la venda, los ojos de él se habían convertido en un río incontenible.
Esa noche, la pasaron entera despiertos en la habitación del Hotel, nadie sabe lo que allí paso, pero cuentan que ya al filo de la madrugada se vio a dos sombras como las suyas despidiéndose en la Estación de Trenes, donde Laura tomaría uno en dirección a Estambul.
De Max tampoco se sabe mucho. Solo que recogió sus cosas del hotel y se marchó. Una semana después su representante recibió una carta de despedida, un generoso cheque por los perjuicios ocasionados y la dirección de un abogado que se encargaría al parecer de solucionar asuntos legales y cancelar deudas en su nombre.
La ciudad donde vivo es pequeña y a la gente le encanta hablar. Curiosamente, la madre de mi amiga, tenía guardado un programa de cuando el espectáculo de Max y Laura pasó por Madrid. En el que venía una foto de ambos. El otro día me la enseñó.
Se llama Antonio y se hace pasar por pescadero.

LA VUELTA A CASA

LA VUELTA A CASA

Te sientes extraña. Estás de pie ante la puerta de la casa de tus padres, con la llave en la mano. Pero hoy no vuelves del Instituto cargada de libros y de sueños, tampoco es de madrugada y estás aquí después de una noche de copas y música. No tienes que disimular el olor a tabaco ni quitarte los zapatos para evitar que tu madre, que tu sabes despierta, se levante y señalándote el reloj de la sala te diga a gritos susurrados: – “¿Tu crees que estas son horas? ¡Vete a la cama, ya hablaremos luego!”-
Sabes que hoy no habrá nadie. No se oye la música a todo volumen que ponía tu hermano, no se oye a tu madre trasteando en la cocina, ni a tu padre con la tele puesta dormitando ante el resumen de algún partido de fútbol. Sabes que todo eso pasó hace tiempo, como pasó tu infancia y tu adolescencia. Después, quién se marchó fuiste tú. Y ahora estás de pie, ante la puerta de la casa de tus padres y te sientes extraña, como si nunca hubieras estado ahí con una llave en la mano.
No te atreves a abrir. Tienes miedo, pero ¿de qué? No lo sabes muy bien, quizá de enfrentarte a esa casa hoy vacía y a la vez llena de objetos a los que se quedaron prendidos los años de tu adolescencia, pero sobre todo, llena de recuerdos que no son los tuyos. Muebles, libros y ropas que formaron parte de los últimos años de la vida de tus padres y de los que hoy te sientes tan ajena como te sentiste de ellos.
Pero no puedes quedarte todo el día en este descansillo. Tienes que abrir la puerta, entrar en la casa, abrir las ventanas (el portero subirá ahora con cajas de cartón vacías), sacar los trajes y los fantasmas de los armarios. Revisar libros y papeles…y quizá luego, cuando llegue tu hermano, entre los dos decidir que os quedáis y que se tira o se regala.
Si, ya lo se, tu no quieres nada. Decidiste hace tiempo cortar los lazos y olvidar tu pasado. Por nada en especial. No hubo una ruptura melodramática, ni siquiera un desencuentro más evidente que otros, al que se le pueda poner fecha y motivo. Simplemente, cuando a los veinte años saliste de esta casa, te fuiste distanciado poco a poco, inapreciable y metódicamente. Así, al cabo de un tiempo, ya ni siquiera tu madre te preguntaba si ese año tampoco podrías ir a cenar con ellos en Nochebuena. Quizá su voz sonaba algo más triste a través del teléfono, pero tú preferías no prestar atención a esos detalles.
Cuando tu padre ingresó en el hospital, apenas fuiste a verlo una o dos veces. Te sentías incómoda, no sabías que decir. Eso si, te ofreciste generosamente a buscar y pagar a alguien para que se quedara con él por las noches, para que tu madre pudiera irse a casa a descansar. Ella se negó con una firmeza que…si, reconócelo, te llenó de una inexplicable admiración. No quisiste insistir más.
Ocho meses después de la muerte de tu padre, tu madre también se fue y esa segunda pérdida te sumió en la confusión y la tristeza. Te llenó la boca del frío sabor a óxido que deja la culpa. ¿Pero tu qué podías haber hecho?. Si, quizá ir a verla de vez en cuando, quedar para dar un paseo o tomar un café juntas. Pero ella no tenía ninguna gana de salir y tú, cada vez te sentías más molesta en su presencia. Creías ver en su mirada apagada, la sombra de un reproche.
Hoy, de pie delante de esta puerta, la imagen que tanto te ha costado forjarte de mujer dura y fría se esta tambaleando. Como en una película pasada a gran velocidad, aparecen algunas escenas del entierro de tu madre. La expresión de infinita desolación de tu hermano, su mirada de extravío, su llanto inabarcable abrazado a ti. Un llanto que al principio te exaspera, pero que poco a poco va encontrando eco y provocando una dolorosa quemazón en un lugar escondido y oscuro del que tu hace tiempo que no tenías noticias.
Al fin, tras un esfuerzo que te deja exhausta, consigues meter la llave en la cerradura y abrir la puerta. El impacto que recibes te sobrecoge. De todos y cada uno de los objetos de la casa, emana tal cantidad de amor y sosiego que la coraza finamente trabajada a lo largo de los años, que recubre tu corazón, comienza poco a poco a resquebrajarse.
Tres horas después, el sonido de la llave de tu hermano entrando en la cerradura, te sorprende con la cara aún anegada en lágrimas. Sentada en la mecedora de tu madre tienes la olvidada e indescriptible sensación de estar por fin en casa.

miércoles, 18 de febrero de 2009

DESPEDIDA

ADIOS

Alguien dio la noticia “se llevan a Don Julián” y de pronto corrían todos calle abajo camino de la Estación. El gordo Chávez, Jesusín el Arriero, la Trini, Ernesto, la pequeña de los Jiménez, doña Luisa, El Loco, Rafael. Todos. El pueblo entero corría.
Se tropezaban con las piedras, resoplaban, se animaban unos a otros. Decían a los más jóvenes: -¡Adelántate tú y di que esperen!
Al pasar por las casas de puertas abiertas Nicolás cogió el trombón, otros dos agarraron casi al vuelo sus guitarras, Emilio salió cojeando con el acordeón y el chico pequeño de la Engracia apareció con unos platillos.
Llegaron al andén y el tren estaba entrando por la Vía. Diez minutos y volvería a arrancar llevándoselo lejos. Al norte, a un lugar frío donde ya nunca habría música.
Llegaron al andén y pararon en seco. La mujer joven de negro los vio, los miró, se levantó del banco. Se pasó una mano por el pelo y apretó aún más contra su pecho la urna que sujetaba.
Ellos se miraron sorprendidos. No se esperaban eso.
El Gordo Chávez quería pegar a alguien, Jesusín el Arriero buscó con la mirada al alcalde, él les explicaría. Rafael se agarraba la cicatriz del brazo. Fue la Trini la que lo entendió todo. “ No hubo nadie que lo curara a él y la familia querrá tenerlo cerca”.
Y sin hablar supieron: ya no le despertarían a media noche, ya no le ofrecerían de beber, ya no le harían más bromas, no le explicarían cuánto le habían querido ni cuanto le iban a echar de menos. Ya nunca más: -¡Hay don Julián véngase usted conmigo que se me ha puesto la mujer de parto! Ó –Sí señor, ya estoy mucho mejor de mis reumas.
Los músicos comenzaron a tocar. Desafinando con ímpetu al principio, ajustándose al ritmo poco a poco, para acabar sonando como una banda de ángeles juerguistas.
La mujer joven de negro los miró, los escuchó, relajó el rictus de la cara, se secó los ojos, aflojó los brazos en un gesto de ofrecerles la urna con las cenizas y llorando a carcajadas subió al tren.

EURÍDICE EN SONORA


EURÍDICE EN SONORA


Me despierto y tengo frío. No reconozco el lugar, pero sí el olor: humo, tierra seca y cucarachas. La lengua me duele dentro de la boca. No recuerdo nada y me parece que eso es bueno. Tengo miedo de moverme porque sé que con el movimiento regresaran los recuerdos, regresará el dolor. Muy despacio abro los ojos y con la luz vuelve la nausea.
Estoy sola en el cuarto desnudo. El suelo de barro apisonado cubierto apenas por una estera raída. Abro los ojos y una luz gris rata enmarca el dintel de madera. Esta amaneciendo. En mi boca, un sabor amargo a tierra y a vómito.
Me incorporo y con el movimiento vuelven los recuerdos, el dolor.
La cara de Adrián vuelta hacia mí, los ojos entornados, la boca abierta y las aletas de la nariz dilatadas, bebiéndome, emborrachándose con mi voz. Y fue así desde el primer día, en el que empezamos a actuar en ese club de jazz de Méjico DF. y él se sentaba en la primera mesa de la izquierda y no apartaba ni un instante sus ojos de los míos. Después, me esperó a la salida, me enseñó esa ciudad atroz y única, me llevó a su casa y durante los quince días que duró la gira me entregó todo lo que era.
Se han ido todos, también el chamán y siento su ausencia como un abandono. A mi lado, una vasija de barro llena de agua, un trozo de pan y una manzana. Me enjuago la boca. La foto de Adrián aún esta sobre el pequeño altar de piedra. Las piernas y los párpados me pesan y vuelvo a perderme en una bruma espesa.
De nuevo la cara de Adrián, ahora pálida de muerte. Desierto de Sonora, cinco de la tarde. Cuando oyó el cascabel ya estaba todo hecho y el aire luchaba por abrirse paso en sus pulmones ya paralizados por el veneno. Ni siquiera gimió. En su cara, solo un gesto de estupor. Pero yo si, yo me hice añicos en un único grito definitivo. Después perdí la voz. Ya nunca volvería a cantar.
Cuando el grupo volvió a España no quise seguirles. Me sentía atada a ese país donde la vida y la muerte estaban acechando a cada paso. Además, estaba obsesionada con Adrián, no aceptaba su pérdida. Necesitaba ir a buscarle. Verle y hablar con él al menos una última vez.
Empecé a consultar con videntes, mediums, echadores de cartas y adivinadoras. Todos prometían ponerme en contacto con Adrián, pero ninguno lo hizo. Después, comencé a experimentar con sustancias alucinógenas, con la esperanza de que en alguna visión él apareciera. Solo conseguí terror y soledad.
Alguien me habló de un brujo indio que vivía cerca del desierto. Fui a verle. En su mirada adiviné compasión. El viejo me dijo que él me ayudaría, pero yo tendría que cantar. Solo mi voz podía conjurar las sombras, abrirme paso en el reino oscuro. Él me facilitaría el tránsito, treinta botones de peyote y un ritual propiciatorio. Pero yo debía cantar.
Pensé que no podría, que la voz se me había ido con aquel grito, pero cuando mi estómago se dio la vuelta por tercera vez y en mi cuerpo no quedaba una gota de sudor, rompí a cantar. Mi voz se elevó en la oscuridad, se abrió paso entre el miedo y el dolor, se hizo quejido y aullido y llanto y después... se hizo música. Y otra vez Adrián, esta vez con el rostro cubierto diciéndome: “Camina, no te pares. Yo te sigo pero no mires hacia atrás. Camina o me perderás para siempre”.
Volví a recobrar la conciencia. Me levanté. Me dolían los riñones y las costillas como si hubiera estado peleando con un toro. Me acerco al brochazo de luz amarilla que esa la puerta. Fuera, el desierto se ha convertido en una campana de vida mineral desperezándose en silencio. Respiro hondo. Estoy tranquila. Al fin he podido volver a ver el rostro de Adrián.

jueves, 12 de febrero de 2009

DESFILADERO

DESFILADERO



Un camino de piedra. Un camino empinado de piedra que trepa ladera arriba y los pies no quieren ver como a su paso la tierra se va desmoronando. A mi derecha el precipicio se hace cada vez más alto, cada vez más doloroso. El valle, allá en lo hondo, es de una belleza insufrible. El sol acaricia mis hombros. Sin consuelo, sin honor. El corazón se encoge y el aire, tan puro, se niega a entrar en mis pulmones. La sangre me golpea las sienes y un mar lejano brama detrás de mis párpados. Obligo a mis piernas a seguir caminando pero el miedo las ha vuelto pesadas, desobedientes. En cada curva el camino se estrecha y me lleva al terror de la infancia, a la soledad de la caída, al sueño del vuelo roto contra el suelo. En el centro, toda la belleza del otoño. El valle, allá en lo hondo se eleva hasta mi frente y tengo que apoyar mi espalda contra la roca y soportar con vergüenza el lamento de mis alas rotas.



El Desfiladero de las Xanas.