miércoles, 25 de febrero de 2009

EL FILO DE SU MIRADA

EL FILO DE SU MIRADA


Se llama Antonio y se hace pasar por pescadero. Desde la primera vez me llamó la atención la educación exquisita, con la que trataba a sus clientas, su cuidado corte de pelo, algo canoso por las sienes, su elegancia innata y sobre todo, la increíble destreza de sus manos.
Antonio es un prestidigitador del rape y la pescadilla. Dispone todas las mañanas, su pequeño escenario, donde el atrezzo son los pescados, como joyas brillantes descansando entre hielo picado y ramas de helecho. Los actores principales son sus manos y aunque la obra representada suele incluir sangre y vísceras, él maneja los cuchillos con movimientos tan limpios y precisos, que es sobrecogedor ver, a eso de las once de la mañana, a ocho o nueve señoras esperando su turno en completo silencio y mirando arrobadas como las manos de Antonio limpian una merluza o filetean un gallo. Él, no es ajeno a esas miradas y después de finalizar cada una de las faenas y limpiándose cuidadosamente las manos de pianista, mira a su público regalándole su increíble sonrisa de artista atormentado.
Se llama Antonio y se hace pasar por pescadero.
La ciudad donde vivo es muy pequeña, y a la gente le encanta hablar y contar historias. Una tarde en un café, una amiga me contó ésta:
Hará unos diez años, estuvo de moda por casi toda Europa un espectáculo tan poético, tan emocionante y peligroso que no había Festival de Otoño, de Primavera o de Invierno que no intentara tenerlo en su programación.
La función en sí era algo tan simple como un hombre lanzando cuchillos a la silueta de una mujer, pero al parecer, todos los detalles de escenografía, música y dramaturgia, estaban tan primorosamente cuidados que, según algunos críticos del momento, era el acto artístico más original y hermoso que se había visto en los últimos años, aunque para otros no dejaba de ser un digno espectáculo de circo algo pasado de moda.
Cuando Max tenía frente a él a Laura, haciendo ondular suavemente sus brazos y su pelo contra el panel en el que, segundos después, se clavarían doce cuchillos, el mundo se paralizaba. Los relojes se congelaban y así también el movimiento de Laura. No importaba que el panel estuviese girando y que su espesa melena rozara por segundos el suelo en cada giro.
Para Max, solo existía ese cosquilleo en las manos, ese zumbido en el corazón y los ojos de ella en la punta de su cuchillo.
La amaba, si, ¡cuanto la amaba! y en esos momentos, el amor se le convertía en una punzada de espantoso deleite.
Cuando se apagaban las luces y después de los últimos aplausos, los espectadores salían de la sala, había en todos ellos un cierto aire de recogimiento y quizá algo de pudor. Tenían la inquietante sensación de haberse asomado por el ojo de la cerradura a un ritual intimo y sagrado.
Una noche en Berlín, poco antes de comenzar su actuación, Max no encontró la mirada de Laura. Buscó sus ojos, mientras repasaban los detalles del nuevo espectáculo que estrenaban esa noche, pero esos ojos le rehuían.
Cuando, una hora después y con la función en su punto culminante, antes de vendarse los suyos, Max volvió a buscar los ojos de Laura, los encontró aterrorizados y suplicantes y supo, como fulminado por un rayo que ella ya no confiaba en él, que había dejado de amarle.
Creyó que iba a morir en ese momento, le faltaba el aire, el suelo se movía. Hoy era incapaz de detener el tiempo. En la sala no se oía ni una sola respiración, solo la música.
Se vendó los ojos y sintió que la mano le temblaba. Estaba empapado en un sudor frío. Tomó aire y comenzó a lanzar sus cuchillos: uno, dos, tres... hasta veinte. La hermosa silueta de Laura bordada en el panel púrpura sobre el que giraba. En su muslo izquierdo, un hilo de sangre.
Segundos después, cuando el teatro se venía abajo con los aplausos, bajo la venda, los ojos de él se habían convertido en un río incontenible.
Esa noche, la pasaron entera despiertos en la habitación del Hotel, nadie sabe lo que allí paso, pero cuentan que ya al filo de la madrugada se vio a dos sombras como las suyas despidiéndose en la Estación de Trenes, donde Laura tomaría uno en dirección a Estambul.
De Max tampoco se sabe mucho. Solo que recogió sus cosas del hotel y se marchó. Una semana después su representante recibió una carta de despedida, un generoso cheque por los perjuicios ocasionados y la dirección de un abogado que se encargaría al parecer de solucionar asuntos legales y cancelar deudas en su nombre.
La ciudad donde vivo es pequeña y a la gente le encanta hablar. Curiosamente, la madre de mi amiga, tenía guardado un programa de cuando el espectáculo de Max y Laura pasó por Madrid. En el que venía una foto de ambos. El otro día me la enseñó.
Se llama Antonio y se hace pasar por pescadero.

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