DOS ÁNGELES AZULES
Cuando, en un intento de zafarse de los brazos que le atenazaban los hombros, Ángela tropezó con el caballete, y este cayó al suelo, todo el azul exasperado plasmado en el lienzo, se derramó por la habitación y la tiñó de tristeza.
En el tocadiscos Sarah Vaugam hacía que todo fuera aún más tópico y aún más triste. Dejaron de gritarse, dejaron de odiarse. Se miraron, los brazos desmadejados, el pelo empapado aún de rabia. Una infinita desolación había caído sobre ellos como un manto oscuro y pesado. Lloraron. Al principio cada uno en su rincón, luego, intentando acercarse para lamerse las caras y beber las lágrimas del otro, pero no pudieron. El azul les ahogaba, les estaba asfixiando por dentro.
Nunca habían tenido una pelea tan terrible. Solían discutir por nimiedades, aprovechando cualquier comentario o gesto del otro para dejar salir su malhumor o su cansancio. A menudo olvidaban cuánto se querían.
Pero esa tarde había sido distinto. Abel llevaba casi un mes enfrascado en ese cuadro, buscaba algo que se le escondía. Un pedazo de luz, un color inventado... un azul que contuviera la serenidad y la dicha que le invadía cuando miraba a Ángela dormida. Ángela, su ángel exasperado de uñas pintadas de azul.
A eso de las siete, cuando la luz anunciaba que en un rato se iría tumbando poco a poco hasta esconderse en la noche, sintió frescor en la cara, un leve cosquilleo en las manos y supo que su azul estaba muy cerca. Respiró hondo, puso su disco favorito y volvió a enfrascarse en el cuadro. Apenas diez minutos después, la llave sonó en la cerradura y Ángela entró con una maleta en una mano y un portazo en la otra. Todo había sido un desastre. Volvía de tocar con su grupo. Dos sesiones en un teatro frió y medio vacío y público más inclinado al pasodoble que a esa especie de jazz sofisticado que ellos hacían.
Siempre que tocaba, lo hacía para Abel, aunque él casi nunca estuviera presente. Abel, su ángel vagabundo con la mirada desnuda del artista y del loco.
Para colmo, la furgoneta se había roto a doscientos kilómetros de casa y su preciosa batería iba a pasar la noche en un taller grasiento. Este pensamiento le desasosegaba más allá de lo razonable.
Al entrar en casa sintió como un bofetón el olor de aguarrás que impregnaba toda la estancia. Vio los cacharros sucios amontonados en el fregadero, los ceniceros volcados, la nevera completamente vacía.
Abel ni siquiera se volvió, buceaba tras un azul calmado y apacible. Ángela estalló. Su voz se fue crispando cada vez más y tras ella, el color que salía de los pinceles de Abel se iba tornando áspero y rabioso. El no lo podía controlar, luchaba aún por conservar ese tono que casi había rozado, pero que inevitablemente se escapaba... y de pronto, la exasperación de Ángela, unida a la que comenzaba a subir por su propia garganta, tiñó toda la parte superior del lienzo.
Como un loco, se volvió hacia ella y sujetándola con fuerza, le dijo cosas terribles que no sentía. Se convirtió en un monstruo: ciego a su cara de terror, sordo a sus protestas de - “¡Suéltame, me haces mucho daño!” -, mudo a todo lo que no fueran insultos y amenazas.
Cuando, en un intento de zafarse de los brazos de Abel que le atenazaban los hombros, Ángela tropezó con el caballete y los tres cayeron al suelo, sintió subir la marea y se ahogó en el azul.
Al día siguiente, cuando el hermano de Ángela pasó a recogerla para llevarla hasta el taller donde estaba la furgoneta, y harto de llamar a la puerta, abrió con su llave, se encontró tendidos en el suelo, con dos ángeles azules abrazados.