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Ocurrió en diciembre, en los días del hambre, cuando los poderosos habían despedazado el país y lo habían ido vendiendo trocito a trocito, cuando el dinero de los que tenían algo se convirtió en papel del monopoly y finalmente desapareció secuestrado por los bancos, cuando los que no tenían nada siguieron sin tener nada y después tuvieron algo menos que nada.
En esos tiempos, en una tierra que había sido la despensa del continente, era difícil conseguir tres comidas diarias y la gente empezó a alimentarse de su imaginación.
Se volvió al trueque; se organizaban mercadillos en los que se cambiaban dos madejas de lana verde por un pastel de calabaza, una pastilla de jabón de olor por media lata de carne en conserva o un paquete de café por dos tarros de mermelada casera. Delante de los bancos se organizaban determinados días de la semana, interminables colas para sacar un poco de dinero con el que pagar el recibo de la luz y evitar que la compañía cortase el suministro.
En los barrios más pobres, se organizaron comedores colectivos en los que se intentaba garantizar que, al menos los niños, tuvieran una comida digna al día. Todo el mundo llevaba su olla con lo que había podido encontrar y el guiso se compartía. Y cuando la buena voluntad no alcanzaba, se empezaron a asaltar supermercados. Como única respuesta, la autoridad decretó el estado de sitio. Se suspendieron, otra vez, todos los derechos y garantías constitucionales, la libertad de expresión y la de reunión. El horror y el espanto del fantasma de la dictadura volvió a aparecerse por calles y plazas. Pero esta vez la gente no acató y poco a poco comenzó a oírse por ciudades y pueblos un rumor que fue creciendo hasta convertirse en estruendo. Cientos, miles de cacerolas eran golpeadas desde balcones, desde ventanas, desde portales. Y después, salieron a la calle para decir que ya no tenían miedo, que ya no iban a poder con ellos, que no obedecerían ninguna orden que viniera de un poder político al que ya no se le reconocía ninguna autoridad. “Que se vayan todos”, gritaba la gente y en ese “todos” estaban englobados senadores, diputados, funcionarios, jueces y hasta el mismo presidente.
Ocurrió en diciembre. La mañana del 18. Claudio trabajaba en un comedor escolar y recorría uno de esos barrios de casas de chapa montado en su bicicleta, intentando conseguir unos huevos o un trozo de carne con los que ayudar a inventar la comida del día. También organizaba talleres y actividades con los muchachos, abocados, como sus padres, al paro y a la ignorancia. En su barrio también se saquearon dos supermercados en los que apenas ya quedaba nada y el ejército, por orden gubernamental, salió a la calle. Tomaron la plaza donde estaba su escuela y empezaron a disparar. Él se subió al tejado gritando “Bajen las armas, que aquí solo hay niños comiendo”. Una bala del comando 2270 le atravesó la traquea.
Después de su muerte las paredes del barrio, de la ciudad entera se llenaron de bicicletas aladas y de inscripciones “Claudio vive”. “Bajen las armas, que aquí solo hay pibes comiendo”
El cuento de la criada. Margaret Atwood
Hace 7 años